sábado, 31 de mayo de 2014

El descendimiento (I)

Lenny temblaba. Los escalofríos recorrían su cuerpo, desde la cabeza hasta los pies. Era una corriente eléctrica desagradable e inquietante que sacudía su espalda con rítmicos espasmos. Su rostro palideció y el sudor hizo aparición en su frente. Sus manos se agitaban nerviosas, con una pasión enfermiza.

El ruido de las maquinarias se apagó en medio de un rumor sordo. Un sonido metálico recorrió la sala como un rayo invisible. Una voz femenina, desganada y castigada, repitió sin sentimiento alguno unos terribles versos que solo anunciaban malas noticias: "Operario CM - 6259T, acuda a la sala de recepción de paquetes". El mensaje se repitió hasta tres veces. Lenny estaba ensimismado, perdido en sus propios pensamientos. Tardó un instante en darse cuenta que él era el operario CM - 6259T. De hecho, fue su compañero quien le puso sobre aviso dándole fastidiosos codazos. Lenny se sabía su número de identificación de memoria. En la compañía todos los operarios eran conocidos exclusivamente por su número a ojos de la administración gestora. Decía la leyenda que muchos de esos números correspondían a antiguos trabajadores que, por unas causas u otras, habían fallecido. Totalmente falso: el número era correlativo, las dos primeras letras hacían mención al sector de trabajo y la última al turno correspondiente. Lo demás, simple azar y el orden de entrada en la fábrica. Nada más.

Lenny se tropezó con sus compañeros, con la cadena de montaje, con las herramientas y una carretilla llena de cartonajes varios. El conductor gritó un improperio al joven. Le recordó la necesidad de andarse con cien ojos en una sala repleta de peligrosa maquinaria y vehículos mastodónticos llevados por conductores que solían disfrutar de los buenos licores de la cantina. Después de esa advertencia sana respecto a las medidas básicas de prevención en cualquier instalación laboral, el hombre, entrado en años y con unos ojos repletos de alcohol, decidió dedicar unas bonitas palabras y sonoras menciones a la madre de Lenny. Evidentemente no conocía de nada a Lenny. Los compañeros más cercanos del joven sabían desde hace tiempo que la madre de Lenny había fallecido trágicamente cuando él era un niño enclenque y miedoso.
Lenny no se dio cuenta. O ni quiso. Prefería evitar problemas, más cuando le esperaban en la sala de recepción de paquetes. No tenía miedo; solo inquietud. Había algo para él. El resto de compañeros de turno miraban con la cabeza baja la procesión lastimera del joven Lenny.
Lenny entró en la sala. El infierno.

La sala de recepción de paquetes era un retiro dorado. Allí iban a parar los trabajadores que habían conseguido sobrevivir a la esclavitud de Public Felt Paper Co. La sala olía a moho viejo y penetrante. Era un lugar siniestro, de luces amarillentas y apagadas. Una escalera conducía a un profundo altillo donde los paquetes se ordenaban en estanterías de acuerdo a un riguroso sistema de clasificación y documentación. En la sala se agolpaban los ancianos de la empresa y las mujeres que ya no resultaban de interés para el señor Redneck.

Lenny entró con miedo. Se encontró ante el mostrador con John Young. Su mono de trabajo era de un rojo apagado. Le quedaba demasiado grande y formaba extraños pliegues que recorrían el cuerpo de John como un laberinto curvado y profundo. Estaba con Mary Klee, una de las encargadas del laboratorio de química de la compañía. Su rostro se perdía en una enorme máscara que le protegía de los gases perniciosos que ahogaban su puesto de trabajo. Salome Witt cerraba aquella triada. Lenny conocía bien a Salome, una compañera de trabajo de Pam aunque no la más allegada.

Nick Jewish fijó una mirada compasiva en Lenny. El joven se estremeció de nuevo. John le miró extrañado. Nick pidió a Lenny con un triste susurro y un gesto compasivo que se acercase.


Luis Pérez Armiño


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