Un,
dos, tres, paso, un, dos, tres, paso. ¡Firmes!... Las guerras siempre se
pierden, don Arturo.
La
rotación de turno en la cadena de producción de Public Felt Paper Co. tenía
algo de la solemnidad del cambio de guardia real británica. Incluso del
amaneramiento afectado de los evzones
de la plaza Syntagma
de Atenas. Era un paso marcial y digno a la vez que alegre y casual que
imprimía al grueso de obreros de la compañía una coreografía acompasada y
geométrica. Largas filas de trabajadores, agotados y sudorosos por largas y
monótonas horas de trabajo, dejaban su puesto a una nueva remesa de hombres,
hombrecillos, niños y niñas, mujeres, igualmente agotados y vencidos, que
tenían que ocupar con celeridad matemática su puesto sin que la producción se
detuviese. Un complicado puzzle en el que cada pieza debía estar perfectamente
engranada.
La
historia laboral de la fábrica se resume en el desarrollo de un programa
despótico planteado desde las altas instancias de la patronal y ejecutado de
forma sumaria por determinados grupos que formaban la plantilla de la compañía
y que comían directamente de la palma de jefes y directivos.
La
gran masa opaca y azul que componía cada uno de los ladrillos que sustentaba el
complejo sistema de producción se confundía en una mancha uniforme y constante
que se movía de forma unísona. Sin embargo, bajo la atenta mirada del
observador, aquella forma compacta se diluía en miles de pequeñas gotas. Había
todo tipo de corrientes de pensamiento y de políticas de acción; todas
perfectamente desarrolladas desde la simple teoría pero sin escasa experiencia
práctica; todas absolutamente entregadas a un enfrentamiento cruel y despiadado
interno mientras los empresarios, perfectamente unidos y en consonancia
cronométrica con las fuerzas de seguridad, asistían divertidos al triste
espectáculo de aquella plebe proletaria entregada a las riñas y disputas
fratricidas.
En
los convulsos años del siglo anterior, cuando la compañía apenas era una triste
factoría que gateaba en un recién parido mundo industrial, un barbudo pensador
llegó a la cantina donde comían los trabajadores de la Public Felt Paper
Co. Aprovechando el tiempo de descanso, dirigió a los pobres obreros todo tipo
de soflamas. Hablaba de no sé qué supuesta igualdad que se remontaba a tiempos
tan pretéritos que nadie recordaba. Insistía con vehemencia: los proletarios
eran los dueños de los medios de producción y debían reivindicar su propiedad
sin importarles qué dirían los amos y sus perros lacayos. Tuvo cierto éxito.
Creó el Partido Colectivista de la
Cartonología, conocido por sus siglas PCC.
Aquellos que decidieron escucharle fueron obsequiados con un carné de cartón
rojo encendido. Se anudaron un pañuelo del mismo color. Difundieron sus enseñanzas
por los rincones de la fábrica.
Poco
tiempo después, algunos empezaron a plantear serias dudas acerca de aquellas
doctrinas de aquel pensador barbudo. Eran muy bonitas, incluso preciosas.
Parecía un paraíso en la
tierra. Por lo tanto, eran simples y burdas mentiras que
pretendían adoctrinar a los hermanos proletarios para acallar sus voces y
mantener la productividad de la
empresa. Era necesaria una acción directa y contundente; los
obreros debían conquistar las máquinas y hacer suya la producción, aunque fuese
por la fuerza de las armas. Entonces, convencidos estaban algunos, decidieron
romper y quemar con desagrado sus carnés rojos. Se deshicieron del pañuelo bermellón
y lo mudaron por otro de tonos pardos. Crearon la Agrupación Libertaria de la
Cartonología Autogestionaria (ALCA)
Por
supuesto, los pasillos se convirtieron en lugares peligrosos. Si un obrero
tocado con un pañuelo rojo se encontraba frente a un grupo de trabajadores
distinguidos por sus pañuelos pardos, el primero se podía dar por perdido. Al
menos, algún descalabro serio iba a sufrir. Era una situación que podía darse
al revés, y la enfermería muchas veces estuvo ocupada por aquellos que
decidieron quemar sus carnés.
Años
después, un obrero joven y utópico consideró que podría existir una alianza
antinatura con el empresariado que pudiese facilitar la vida de los humildes
proletarios. Se quitó su pañuelo rojo. Una luz iluminó su pueril cerebro y se
dio cuenta que si se deshacía del carné y del pañuelo sería confundidos con algún
miembro del ALCA y atacado por los
del PCC. Fundó la Asociación Cartón Ingenuo, Columna Laborista – Cristiana, 3 de abril, más conocida como ACI, sección CLC, 3A. La lucha tenía un
nuevo frente.
Más
tarde, un obrero leía un manual de mecánica práctica. Lo cerró con fuerza y
comprendió lo equivocado de los postulados de sus compañeros. Tomó papel y
lápiz y puso negro sobre blanco sus propias tesis. Cuando acabó un ingente
compendio de más de trescientos folios a doble cara, se vio capacitado para
fundar un sindicato de rimbombante nombre…
Un hombre miraba el
horizonte sentado en la playa con su hijo pequeño. El crío, siempre curioso,
preguntó a su sabio padre:
-¿Dónde acaba el mar?
-El mar es infinito,
hijo mío, como la estupidez - respondió el padre resignado.
Desde
las alturas, James miraba satisfecho el desfile de pañuelos de miles de colores,
de banderas adornadas con multitud de siglas absurdas y de hombres y mujeres
dispuestos a morir matando.
Luis
Pérez Armiño