Es
difícil definir la
administración. A veces su complejidad es una mera cuestión
conceptual que pretende revestir de pompa y etiqueta actos mundanos y banales
que permiten la puesta en marcha y funcionamiento de un sistema cualquiera. A
veces se trata de imaginar un organismo grande, demasiado grande, que necesita
ponerse en marcha y recibir suficientes órdenes para ponerse en movimiento. Sin
embargo, tratándose de la administración, esas órdenes deben ir selladas y
triplicadas, avaladas por infinitos negociados y compulsadas con multitud de
timbres y demás garantías de las muchas secciones interesadas en la orden en
cuestión.
Dos
son los principios básicos: el acto y el procedimiento. Sin embargo, pese a los
sesudos trabajos teóricos que tratan de delimitar con precisión milimétrica y
enciclopédica estos dos vagos conceptos, nadie, todavía hoy, es capaz de
explicar de forma meridiana qué significa un acto y qué implica un
procedimiento.
Contaba
la leyenda que la administración, especialmente la pública, en su origen era un
monstruo mal encarado y de furia endemoniada. De fauces gigantescas que
despedían un hedor insoportable, coronadas por hasta tres filas de dientes bien
afilados. Sus ojillos se perdían en las informidades rugosas de sus párpados y
eran ciegos ante todo lo que tenía lugar delante de su hocico peludo y mocoso.
Sus orejas, grandes trapos que colgaban y se mantenían sordos ante el exterior.
Pues bien…, dicen los más ancianos del lugar que un tormentoso día un hombre
asustado se plantó ante el monstruo de la administración. Era
un hombre de corta estatura, falto de pelo y miope. Tocaba su oronda cara con
un pequeño mostacho bien peinado y recortado. En su mano llevaba una carpeta de
cartón azul y gomas de la que sacó un papel. Con un gesto tembloroso acercó
aquel folio al monstruo. En letras capitales se podía leer “FORMULARIO B-32. MODELO Sub-A1c. Certificado
N32 Expediente de iniciación de trámite…”. El monstruo atrapó al pobre solicitante
con sus sucias garras y de un gesto decidido y rápido se llevó a la boca a
aquel desdichado. Después de masticar bien a aquel hombrecillo del bigote y
tragárselo con cierto esfuerzo, emitió un profundo sonido gutural de
satisfacción. Al monstruo le llamaban “Atención
al Ciudadano” o algo así…
En
Public Felt Paper Co. convergían las malas prácticas de la empresa pública con
las políticas menos acertadas de las compañías privadas. En principio, su
funcionamiento era lento y pesado, torpe y ciego. Se basaba en una serie de directivas
y normas que articulaban rígidos protocolos que todos los trabajadores y las
trabajadoras de la compañía debían seguir con una absoluta fidelidad. Por otra
parte, había adoptado el modo de proceder privado garantizando una total
inestabilidad laboral a sus empleados y empleadas y unos sueldos paupérrimos con
unas condiciones totalmente infrahumanas y aberrantes.
Todo
ese entramado era manejado por un laberíntico complejo administrativo. Las
oficinas de los gestores y administradores solían disponerse en las plantas
altas del edificio. La arquitectura adoptada por la compañía trataba de
reflejar sin disimulo la propia jerarquía existente en la empresa. Así, la
cadena de producción ocupaba las plantas inferiores y, por encima, se situaban
los espacios administrativos.
Nadie
en administración disponía de despacho propio. Eran grandes y diáfanos espacios
sólo delimitados por pequeños paneles de color gris anodino. Cada trabajador se
procuraba suficientes paneles para delimitar su espacio vital y escapar así de
la mirada inquisitorial de los superiores y de las envidas y habladurías del
resto de compañeros. En cada mesa, se formaban extrañas y arriesgadas
arquitecturas mediante la acumulación de documentos, expedientes, series y
demás archivos que debían ser atendidos por los correspondientes oficinistas:
órdenes de pago y de cobro, facturas pendientes, suministro de materias primas,
reclamaciones y pedidos de material de oficina, cuestiones de personal, nóminas
y bajas y altas… Una larga y complicada serie documental que escapaba al
entendimiento humano. Un agujero negro documental donde reinaba la más pura
anarquía. Tanto protocolo, tanta orden interna, convertida en simple papel
mojado que nadie llegaba a comprender.
Los
administrativos y administrativas eran seres grises. Enfrascados en sus
papelajos a la espera de la hora del café. Los ojos rojos y llorosos, a punto
de estallar. Pequeño animales encerrados detrás de su despacho. Desde la
dirección de la compañía, en su sede central, se mantenía una premisa básica:
los trabajadores no podían hablar entre ellos; todos debían fichar
escrupulosamente a la hora de entrada y salida de su puesto de trabajo,
debiendo cumplir, de forma exacta, su jornada laboral. Ni un minuto más ni un
minuto menos.
Luis Pérez Armiño
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