sábado, 12 de abril de 2014

El monstruo y un señor con bigote



Es difícil definir la administración. A veces su complejidad es una mera cuestión conceptual que pretende revestir de pompa y etiqueta actos mundanos y banales que permiten la puesta en marcha y funcionamiento de un sistema cualquiera. A veces se trata de imaginar un organismo grande, demasiado grande, que necesita ponerse en marcha y recibir suficientes órdenes para ponerse en movimiento. Sin embargo, tratándose de la administración, esas órdenes deben ir selladas y triplicadas, avaladas por infinitos negociados y compulsadas con multitud de timbres y demás garantías de las muchas secciones interesadas en la orden en cuestión.

Dos son los principios básicos: el acto y el procedimiento. Sin embargo, pese a los sesudos trabajos teóricos que tratan de delimitar con precisión milimétrica y enciclopédica estos dos vagos conceptos, nadie, todavía hoy, es capaz de explicar de forma meridiana qué significa un acto y qué implica un procedimiento.

Contaba la leyenda que la administración, especialmente la pública, en su origen era un monstruo mal encarado y de furia endemoniada. De fauces gigantescas que despedían un hedor insoportable, coronadas por hasta tres filas de dientes bien afilados. Sus ojillos se perdían en las informidades rugosas de sus párpados y eran ciegos ante todo lo que tenía lugar delante de su hocico peludo y mocoso. Sus orejas, grandes trapos que colgaban y se mantenían sordos ante el exterior. Pues bien…, dicen los más ancianos del lugar que un tormentoso día un hombre asustado se plantó ante el monstruo de la administración. Era un hombre de corta estatura, falto de pelo y miope. Tocaba su oronda cara con un pequeño mostacho bien peinado y recortado. En su mano llevaba una carpeta de cartón azul y gomas de la que sacó un papel. Con un gesto tembloroso acercó aquel folio al monstruo. En letras capitales se podía leer “FORMULARIO B-32. MODELO Sub-A1c. Certificado N32 Expediente de iniciación de trámite…”. El monstruo atrapó al pobre solicitante con sus sucias garras y de un gesto decidido y rápido se llevó a la boca a aquel desdichado. Después de masticar bien a aquel hombrecillo del bigote y tragárselo con cierto esfuerzo, emitió un profundo sonido gutural de satisfacción. Al monstruo le llamaban “Atención al Ciudadano” o algo así…

En Public Felt Paper Co. convergían las malas prácticas de la empresa pública con las políticas menos acertadas de las compañías privadas. En principio, su funcionamiento era lento y pesado, torpe y ciego. Se basaba en una serie de directivas y normas que articulaban rígidos protocolos que todos los trabajadores y las trabajadoras de la compañía debían seguir con una absoluta fidelidad. Por otra parte, había adoptado el modo de proceder privado garantizando una total inestabilidad laboral a sus empleados y empleadas y unos sueldos paupérrimos con unas condiciones totalmente infrahumanas y aberrantes.

Todo ese entramado era manejado por un laberíntico complejo administrativo. Las oficinas de los gestores y administradores solían disponerse en las plantas altas del edificio. La arquitectura adoptada por la compañía trataba de reflejar sin disimulo la propia jerarquía existente en la empresa. Así, la cadena de producción ocupaba las plantas inferiores y, por encima, se situaban los espacios administrativos.

Nadie en administración disponía de despacho propio. Eran grandes y diáfanos espacios sólo delimitados por pequeños paneles de color gris anodino. Cada trabajador se procuraba suficientes paneles para delimitar su espacio vital y escapar así de la mirada inquisitorial de los superiores y de las envidas y habladurías del resto de compañeros. En cada mesa, se formaban extrañas y arriesgadas arquitecturas mediante la acumulación de documentos, expedientes, series y demás archivos que debían ser atendidos por los correspondientes oficinistas: órdenes de pago y de cobro, facturas pendientes, suministro de materias primas, reclamaciones y pedidos de material de oficina, cuestiones de personal, nóminas y bajas y altas… Una larga y complicada serie documental que escapaba al entendimiento humano. Un agujero negro documental donde reinaba la más pura anarquía. Tanto protocolo, tanta orden interna, convertida en simple papel mojado que nadie llegaba a comprender.

Los administrativos y administrativas eran seres grises. Enfrascados en sus papelajos a la espera de la hora del café. Los ojos rojos y llorosos, a punto de estallar. Pequeño animales encerrados detrás de su despacho. Desde la dirección de la compañía, en su sede central, se mantenía una premisa básica: los trabajadores no podían hablar entre ellos; todos debían fichar escrupulosamente a la hora de entrada y salida de su puesto de trabajo, debiendo cumplir, de forma exacta, su jornada laboral. Ni un minuto más ni un minuto menos.

Luis Pérez Armiño




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