Cuando
la historia se convierte en mito, nos enseña que hubo pasados gloriosos y
tiempos de grandes héroes que se inclinaban por las sendas de la virtud como el
único camino hacia el honor inmortal. Esos tiempos se pierden en la lejanía de la
historia y sus recuerdos son
desfigurados y ennoblecidos de una forma intencional. Los relatos se convierten
en grandes odiseas llenas de aventuras felizmente resueltas en la mayoría de
las ocasiones y sus personajes y actores principales deben convertirse en
modelos de comportamiento, tanto positivos como negativos. Los orígenes se
revisten de valores moralizantes y ejemplificadores.
El
modelo por excelencia, príncipe de la virtud, figura rememorada desde su
creación hasta los tiempos más recientes, ha sido Heracles, el amado por Hera,
el Hércules romano. Sus hazañas le encumbraron en el Olimpo de los mortales y
le convirtieron en el prototipo en el que todo hombre digno de tal nombre
debería mirarse. Sus accesos de locura, su ira incontrolable que podía
llevarle, incluso, a matar a sus propios hijos, son daños menores que no deben
tenerse en cuenta ni ofrecer mancha alguna en su brillante currículum. Por eso,
son muchas las explicaciones que se dan a los doce trabajos que su primo
Euristeo le encomendó. Doce pruebas que el genial Heracles resolvería mediante
su prodigiosa fuerza pero, sobre todo, a través de su agudeza, ingenio e
inteligencia. Heracles es el vencedor de la discordia.
Uno
de estos trabajos le llevaría a los confines del mundo por entonces conocido.
Se le encomendó robar los bueyes de Gerión, grandes rebaños de animales que
apacentaba en la isla
Eritia, cruzando todo el Océano más allá de las columnas de
Hércules, los peñones de Ceuta y Gibraltar que el propio héroe levanto en el
estrecho. Heracles tuvo que derrotar al mítico primer rey de Tartessos, gigante
de tres cuerpos y tres cabezas. Una vez que lo mató, consiguió robar sus
ganados.
Esta
es una de las primeras referencias a este legendario reino que se encontraría
en torno a los territorios de la desembocadura del río Guadalquivir. Otros
muchos autores de la Grecia clásica se refieren a este reino, por ejemplo
Avieno en su Ora Maritima, de gran
riqueza y prosperidad gracias al comercio con los pueblos del Levante
mediterráneo. Las noticias de su bonanza
fueron tejiendo la historia mítica de ese antiguo reino hispano que tanto
atraía a griegos y fenicios. Y su mito fue traspasando los siglos hasta
insertarse profundamente en la ciencia moderna. Durante el siglo XX, los
fracasos arqueológicos junto con el hallazgo de importantes piezas de
orfebrería trataban de arrojar algo de luz histórica sobre esta antigua
cultura, convirtiendo a Tartessos en uno de los grandes problemas irresolubles
de la historia antigua ibérica.
Sin
embargo, algunos estudiosos han puesto en duda la existencia de Tartessos como
tal. Es decir, Tartessos no sería más que la mitificación de la riqueza minera
de nuestra Península, fabulada por los autores clásicos, que nos habrían hecho
vislumbrar la existencia de una floreciente civilización hispánica, comparable
a la grandeza de las ciudades griegas y fenicias que entonces dominaban las
aguas del Mediterráneo. Sin embargo, esa mal llamada cultura tartéssica puede
que sea sólo la influencia que los comerciantes fenicios dejaban en los
habitantes de la desembocadura de Cádiz, a modo de baratijas y símbolos de
ostentación que no implican la existencia de una civilización como tal.
El
hombre ama los mitos, incluso los desea. Es algo intrínseco a nuestra especie.
El mito es el cómplice perfecto para encubrir nuestros desconocimientos.
Luis
Pérez Armiño
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