domingo, 10 de junio de 2012

Reinos míticos


Cuando la historia se convierte en mito, nos enseña que hubo pasados gloriosos y tiempos de grandes héroes que se inclinaban por las sendas de la virtud como el único camino hacia el honor inmortal. Esos tiempos se pierden en la lejanía de la historia  y sus recuerdos son desfigurados y ennoblecidos de una forma intencional. Los relatos se convierten en grandes odiseas llenas de aventuras felizmente resueltas en la mayoría de las ocasiones y sus personajes y actores principales deben convertirse en modelos de comportamiento, tanto positivos como negativos. Los orígenes se revisten de valores moralizantes y ejemplificadores.

El modelo por excelencia, príncipe de la virtud, figura rememorada desde su creación hasta los tiempos más recientes, ha sido Heracles, el amado por Hera, el Hércules romano. Sus hazañas le encumbraron en el Olimpo de los mortales y le convirtieron en el prototipo en el que todo hombre digno de tal nombre debería mirarse. Sus accesos de locura, su ira incontrolable que podía llevarle, incluso, a matar a sus propios hijos, son daños menores que no deben tenerse en cuenta ni ofrecer mancha alguna en su brillante currículum. Por eso, son muchas las explicaciones que se dan a los doce trabajos que su primo Euristeo le encomendó. Doce pruebas que el genial Heracles resolvería mediante su prodigiosa fuerza pero, sobre todo, a través de su agudeza, ingenio e inteligencia. Heracles es el vencedor de la discordia.

Uno de estos trabajos le llevaría a los confines del mundo por entonces conocido. Se le encomendó robar los bueyes de Gerión, grandes rebaños de animales que apacentaba en la isla Eritia, cruzando todo el Océano más allá de las columnas de Hércules, los peñones de Ceuta y Gibraltar que el propio héroe levanto en el estrecho. Heracles tuvo que derrotar al mítico primer rey de Tartessos, gigante de tres cuerpos y tres cabezas. Una vez que lo mató, consiguió robar sus ganados.

Esta es una de las primeras referencias a este legendario reino que se encontraría en torno a los territorios de la desembocadura del río Guadalquivir. Otros muchos autores de la Grecia clásica se refieren a este reino, por ejemplo Avieno en su Ora Maritima, de gran riqueza y prosperidad gracias al comercio con los pueblos del Levante mediterráneo.  Las noticias de su bonanza fueron tejiendo la historia mítica de ese antiguo reino hispano que tanto atraía a griegos y fenicios. Y su mito fue traspasando los siglos hasta insertarse profundamente en la ciencia moderna. Durante el siglo XX, los fracasos arqueológicos junto con el hallazgo de importantes piezas de orfebrería trataban de arrojar algo de luz histórica sobre esta antigua cultura, convirtiendo a Tartessos en uno de los grandes problemas irresolubles de la historia antigua ibérica.

Sin embargo, algunos estudiosos han puesto en duda la existencia de Tartessos como tal. Es decir, Tartessos no sería más que la mitificación de la riqueza minera de nuestra Península, fabulada por los autores clásicos, que nos habrían hecho vislumbrar la existencia de una floreciente civilización hispánica, comparable a la grandeza de las ciudades griegas y fenicias que entonces dominaban las aguas del Mediterráneo. Sin embargo, esa mal llamada cultura tartéssica puede que sea sólo la influencia que los comerciantes fenicios dejaban en los habitantes de la desembocadura de Cádiz, a modo de baratijas y símbolos de ostentación que no implican la existencia de una civilización como tal.

El hombre ama los mitos, incluso los desea. Es algo intrínseco a nuestra especie. El mito es el cómplice perfecto para encubrir nuestros desconocimientos.

Luis Pérez Armiño


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