viernes, 22 de junio de 2012

Otón I el Emperador. Parte III


Conseguido el sueño imperial, a Otón se le abría un complicado escenario político propio del que ostenta tal título. Para garantizar la sacralidad de su cargo reivindicó la prerrogativa de aprobación personal del Papa electo antes de que fuese consagrado y tuviera el pleno derecho a los poderes pontificios. A pesar de que esto suponía una clara intromisión en los asuntos internos de la Iglesia nadie discutió su legitimidad. Había jurado en la ceremonia de coronación en el nombre de Cristo ser ante Dios y ante San Pedro el defensor y protector de la Iglesia romana. Como tal, se veía en el derecho de preservar la integridad de la Iglesia y mantenerla al margen de las intrigas locales de las que era victima en aquel momento y para ello se hacía necesaria la injerencia personal del Emperador. La sacralidad imperial, entendida desde la mentalidad de la época, le otorgaba la supremacía en el mundo cristiano. Las responsabilidades adquiridas le convertían en el máximo defensor del cristianismo frente a las amenazas tanto internas como externas.

La soberanía de Otón abarcaba los reinos de Germania, Borgoña e Italia. Siguiendo la referencia del imperio carolingio, quedaban al margen de la autoridad imperial Francia, pero esa pérdida territorial quedaba contrarrestada con las tierras adquiridas a expensas de los eslavos del este. Había logrado que polacos, bohemios, húngaros y moravios reconocieran su autoridad imperial. Para dar continuidad a sus conquistas orientales creó el obispado de Praga con la función de organizar la evangelización de todos estos pueblos.

Los años precedentes a la muerte del Emperador los pasó prácticamente en Italia. Fue en esta tierra donde se encontró con los conflictos más graves. Para asegurar el dominio en su propio territorio tuvo que neutralizar, no sin cierta dificultad, a Berengario. Pero el mayor contratiempo le vendría desde Roma. La Iglesia recelosa del poder del Otón, que limitaba su capacidad de acción y decisión, busco con intensidad anular la prerrogativa por la que el Emperador debía de dar el visto bueno en la elección del pontífice. Se puso a prueba el poder imperial y la respuesta no se hizo esperar. Por dos veces Otón I depuso a un Papa, sustituyéndole por otro de su confianza. Pero la resistencia de la Iglesia a perder su autonomia fue tal que el segundo Papa impuesto por Otón tuvo que ser sostenido en su cargo por medio de las armas.

El poder del Emperador también se vio afectado en la Italia meridional que nunca llegó a someter. La presencia de Bizancio por un lado y los principados lombardos por el otro, impidieron la incorporación de estos territorios al Imperio. Aun así, consiguió una paz ventajosa. En el tratado se establecía el enlace nupcial de su hijo, el futuro Otón II, con una princesa bizantina. En el año 973 Otón I fallecía dejando a su hijo un vasto territorio consolidado y en expansión, además del cetro imperial.

El reinado de Otón I trajo consigo un renacimiento arquitectónico y artístico que se vio reflejado en las escuelas catedralicias y en la producción de manuscritos. Pero también dejo de herencia a sus sucesores unas relaciones con la Iglesia de continua tensión. Los enfrentamientos entre Emperador y Papa se convirtió en una constante, un perpetuo enfrentamiento por reafirmar el poder sobre el otro. La resistencia de la Iglesia a ser controlada por el poder político y la tenacidad de los emperadores por preservarse la prerrogativa de aprobación papal, dio como resultado sucesivas deposiciones de los papas por parte de la autoridad imperial y otras tantas excomulgaciones de emperadores por parte de los pontífices. Los enfrentamientos Iglesia-Imperio prevalecerán hasta bien entrado el siglo XIII. En el año de 1279 se hace con el poder Rodolfo I de Habsburgo, aprovechando el periodo de decadencia que sufre el Imperio desde la muerte de Federico II en el 1250. Rodolfo va a reconocer la supremacia de la Iglesia poniendo fin al litigio. Pero esa es ya otra historia...

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