Conocida la existencia entre los
eruditos del lugar de un necio entregado fielmente a su simpleza, base
de su felicidad, cuyo absurdo atrajo la curiosidad de los notables. Se
preguntaban dónde estaba el límite de las “entendederas humanas”, cuál
era el confín cognoscitivo de un mentecato. Nunca habían meditado desde
su infinito conocimiento sobre la causa que lleva a una persona a
distorsionar tan grotescamente la realidad. El sabio Peneas, hombre
docto y respetado por todos, sugirió la posibilidad de que si se le
explicaba ciertos criterios en un idioma que fuera descifrable por “el
pobre diablo” lograría aleccionarle sobre la realidad de las cosas,
abrirle un mundo de posibilidades, una nueva dimensión. Se encendió así
un debate acalorado sobre el límite de la razón humana.
Convencido
Peneas que la sabiduría siempre ha de imponerse a la incoherencia, se
armó caballero de la verdad y maestro de la vida y se montó en su
infinita sabiduría para enfrentarse, en su siniestra morada de sandez, a
Solfón, campeón entre los necios. Profeta en tierra ajena enumeraba
mentalmente, con esa presteza que otorga la convicción, un sinfín de
razones que podía esgrimir contra el idiota para abrirle las
entendederas.
No
le fue difícil encontrar a Solfón pues era hombre popular y moraba
siempre por los mismos lares. Plantado ante él, Peneas distinguió a un
hombrecito sucio y desaliñado. Preguntó entonces el notable al necio
sobre su día a día, sobre su modo y filosofía. Deseaba enmendar la
simpleza de ese hombre como fuese. Cuando Solfón le expuso, con una
increíble brevedad, la naturaleza de su ser, Peneas quedó asombrado de
la falta de espíritu de ese hombre y su necesidad de discernimiento. Le
intentó explicar que la verdad se obtiene con la sabiduría y que había
que cultivar la mente para ser un gran hombre. Peneas hablaba y hablaba,
pero lo que empezó con diálogo terminó en soliloquio. La cara de Solfón
era un poema. Por un lado podía verse que entendía a tramos el discurso
del Maestro. Por otro lado se hacía palpable el poco interés por
alumbrarse con las doctas palabras. Peneas porfiaba sin encontrar
audiencia a su discurso. Demasiado esfuerzo para nada, pensaba Solfón.
Ante
las acometidas de Peneas, Solfón esgrimía una y otra vez la misma
entonada que acrecentaba la ira y frustración del erudito. Mantenía el
bobo que no aspiraba a más que a un buen trozo de queso, vino y
cohabitar de vez en cuando con alguna dama. “Esa verdad” que le contaba no la
necesitaba para nada porque ni se comía, ni se…, vaya, lo dicho, que no
la encontraba utilidad para nada. No entendía de conocimientos, ni de
verdades, ni de sabiduría y estaba encantado con esa vida a la que solo
imploraba continuidad.
La falta de ambición de Solfón, su conformismo, y lo peor de todo, su ausencia de interés absoluta se clavaba en lo más profundo del ego de Peneas, encolerizándole hasta hacerle perder el porte por momentos. No entendía que alguien careciera de ilusiones, ni tuviera valores, ni nada de nada. No era más que un esclavo de sus necesidades biológicas, un animal. Se acaloraba intentando explicar al simplón que el ser humano está en la tierra para algo más que comer y beber. Hay que desarrollar el conocimiento, repetía una y otra vez. Pero volvía a estrellarse contra la indiferencia de necio. Así, después de un buen rato intentando aleccionar a su cada vez más abstraído pupilo le sobrevino los cuatro males: insuficiencia, desesperación, menosprecio e impotencia. El mundo se le vino encima y estalló en ira, gritando, gesticulando violentamente, amenazando e insultando al perplejo idiota.
La falta de ambición de Solfón, su conformismo, y lo peor de todo, su ausencia de interés absoluta se clavaba en lo más profundo del ego de Peneas, encolerizándole hasta hacerle perder el porte por momentos. No entendía que alguien careciera de ilusiones, ni tuviera valores, ni nada de nada. No era más que un esclavo de sus necesidades biológicas, un animal. Se acaloraba intentando explicar al simplón que el ser humano está en la tierra para algo más que comer y beber. Hay que desarrollar el conocimiento, repetía una y otra vez. Pero volvía a estrellarse contra la indiferencia de necio. Así, después de un buen rato intentando aleccionar a su cada vez más abstraído pupilo le sobrevino los cuatro males: insuficiencia, desesperación, menosprecio e impotencia. El mundo se le vino encima y estalló en ira, gritando, gesticulando violentamente, amenazando e insultando al perplejo idiota.
No poco fue el tiempo que duró la rabieta del obcecado sabio en su intento por abrir la
mente del necio. Este último seguía en su tesitura de no mostrar interés
alguno por los planteamientos de su interlocutor. Pero si le abrazó la perplejidad al ver la disposición del encolerizado “Maestro”, al que
muy de vez en cuando lograba entender en su farfullo alguna palabra
aislada como estúpido, ignorante y cabezón. Cuando al fin se calmó
Peneas el necio tranquilo e inmutable le comentó:
-He
oído que cuando se alimenta el alma con la verdad uno acaba sufriendo
¿Por qué razón tengo que adquirir esa verdad y pagarla con mi preciado
tiempo y mi sufrimiento? Tú dices que mi realidad es falsa e ignorante,
mas con ello no hago daño a nadie y soy feliz. Pero no te vayas de vacío
sabio Peneas, pues de ti hoy he aprendido una valiosa lección. Has
conseguido que ame todavía más mi libertad ya que he visto la furia en
tus palabras. La tuya es una verdad infeliz, incomprensiva, intolerante
e impositiva, pero sobre todo fea, muy fea. Poco me quieres Peneas que
me ofreces esa casquivana verdad que necesita ser poseída por otros
para que tú también la poseas. Yo por el contrario no te doy eso que
llamas ignorancia, mi bien más preciado, pues no necesita de nadie más,
me hace muy feliz y no la quiero compartir. Vive tu vida Peneas y deja
vivir al resto. Si te pones a pensar, y por lo que dices lo haces bien, tú eres el que no ves más
allá de una verdad que te aísla y te niega a tus semejantes. Te deseo
que se te cumpla tu objetivo, pues de no hacerlo habrás tirado tu vida
en vano. Eso es todo lo que queda por decirnos.
Volvió
con el rabo entre las piernas a su hogar y cuando el resto de sabios
preguntaron si se había conseguido abrir los ojos al necio, Peneas
contestó con aplomo: -Sí, si que consiguió abrírmelos, pues aprendí que
no hay quien eche una mano a quien no se la quiere dejar echar, que la
simpleza oculta una innata sabiduría y que hasta el más necio te puede
aleccionar.
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