El
tiempo es un concepto de enorme trascendencia que, sin embargo, se caracteriza
por su abstracción. El tiempo es algo con el que compartimos nuestra
experiencia vital y se configura en uno de los elementos que más determina
nuestra existencia. Desde el momento en que podemos hablar de la especie humana
como tal la preocupación por el tiempo es una constante. No en vano Crono
devora a sus hijos con enorme crueldad.
El
tiempo ha estado, desde siempre, sometido al escrutinio del hombre desde dos
puntos de vista fundamentales: el puramente científico, basado en la
observación de los hechos naturales; y el religioso, mediante una lectura
mítica y legendaria de unos remotos orígenes a partir de los cuales cuantificarlo.
Lo
cierto es que todas las civilizaciones se han procurado los más diversos
métodos para asegurar la medición del tiempo. Mediante la observación
astronómica se han establecido calendarios solares, lunares… sobre los que
establecer las diferentes cronologías. Roma consideraba como punto de partida
el momento fundacional de la ciudad. En Grecia, las Olimpiadas establecían la
medida del tiempo básica… Todas estas cronologías partían de un momento
primigenio, considerado el origen de sus respectivos mundos.
Durante
muchos siglos, en el ámbito occidental, la ideología imperante de base
teológica estableció una cronología corta para la historia de la Tierra. Se hablaba de apenas
unos miles de años de existencia del planeta, tomando como base sesudas
investigaciones. Se solía establecer como punto de referencia los seis días en
que Dios creó el mundo según el relato bíblico del Génesis. Cada uno de esos seis días habría que considerarlo como un
“día cósmico”, entendido a su vez como “mil años terrenales”. De esta manera, la Tierra sólo contaba con
6.000 años de antigüedad: 2.000 después de la llegada de Cristo y 4.000 antes
de.
Esta
cronología bíblica llegó a tal punto de exactitud que en el siglo XVII el
arzobispo de Armagh (Irlanda del Norte), James Ussher, afirmaba que el momento
exacto de la creación había tenido lugar el domingo 23 de octubre de 4.004 a.C., ¡por la tarde!
El método para afinar tanto una cronología tan difusa (hoy, los más modernos
métodos científicos serían incapaces de arrojar una fecha tan exacta sobre un
tema tan complejo como el origen de la Tierra) se basaba en las cronologías bíblicas. En
resumidas cuentas, todo consistía en tomar las referencias cronológicas que
consideraba la Biblia
e ir sumándolas… incluyendo algún que otro ajuste con fechas conocidas de otras
civilizaciones. Finalmente, otra serie de arreglos tendría como resultado la
fecha señalada.
Como
puede suponerse, el desarrollo del método científico y, en especial, de la
geología y la prehistoria puso en tela de juicio la disparatada cronología
bíblica. Cada nuevo hallazgo, el registro fósil y la evidencia de una, cada vez
mayor, antigüedad de la Tierra
y de la especie humana daba al traste con las posiciones defendidas por los
círculos eclesiásticos y que degenerarían en las llamadas tesis creacionistas. Ante
la aparición de numerosos fósiles de especies ya extinguidas, las respuestas
eran de lo más variado: animales que no habían sido capaces de subir al arca de
Noé; o, incluso, especies que habitarían algún lugar inhóspito del planeta al que
todavía no habrían llegado los hombres y que se mantendría inexplorado.
De
hecho, fueron muchos los avances necesarios para confirmar una cada vez mayor
antigüedad de la Tierra,
finalmente refutados con total base científica y exactitud a partir de los
descubrimientos de Libby en el año 1949 sobre el carbono – 14 y la datación
cronológica, inaugurando la era en que las técnicas de datación pasaron de ser
relativas a exactas gracias a los métodos radioactivos.
Luis
Pérez Armiño
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