Cuando comenzó la Guerra de Troya, Zeus les dijo a los
dioses que se mantuvieran al margen del conflicto, pues era una cuestión que
debían dirimir entre los hombres. Pero los dioses poseídos por un sentimiento
más humano que el que correspondía a su condición divina, no pudieron refrenar
su ímpetu y acabaron tomando partido por una de las dos facciones, pues eran
muchos los lazos de afecto contraídos con los seres inferiores. Así Atenea,
Hera, Poseidón y Hermes, entre otros, se decantaron por el bando aqueo y Ares,
Artemisa, Afrodita y Apolo, ayudados por alguna deidad más, hicieron lo propio
en el bando troyano.
Apolo sentía predilección por Héctor, el bravo caudillo
troyano a quien llamaban el domador de caballos. Su valentía, su coraje y su
temple a la hora de acaudillar a los troyanos, conmovía a la divinidad. En
ocasiones interfería en los pensamientos del guerrero para infundirle valor y
procuraba estar a su lado en la batalla para protegerle.
Fue Apolo quien indujo a Héctor a luchar con el bravo
guerrero aqueo Áyax Telamonio, hijo del gran Telamón. Éste era uno de los
grandes héroes griegos, dotado de una gran estatura y una descomunal fuerza, se decía que tan
solo el bravo Aquiles, de entre todos los mortales, podía vencerle. Pero Apolo
confiaba en Héctor y a sabiendas del duro golpe que podría asestar a las
huestes aqueas si derrotaba al titán griego, le indujo a buscar el
enfrentamiento con él.
Confiado en sí mismo, Héctor retó en combate singular al
más bravo de los soldados aqueos, en aquel momento Áyax Telamonio, ante la
ausencia de Aquiles, retirado del enfrentamiento por las divergencias
mantenidas con Agamenón, caudillo de los griegos. Ambos guerreros se midieron
cara a cara en una lucha cruenta. Pocas veces se había visto una exposición
igual de coraje y valentía. La fuerza de Áyax era contrarrestada con la pericia
del domador de caballos, no pudiendo, ninguno de los dos, someter a su
adversario.
Durante un día entero se escuchó el inquietante ruido que
provocaban las armas al encontrarse. Valorando la imposibilidad de derrotar al
oponente, decidieron dar el combate por zanjado. Nobles y
ecuánimes, ambos reconocieron la valía de su
adversario. Tal fue la mutua admiración, que Héctor le obsequió con su espada y Áyax
le correspondió con su cinturón.
Los dos caudillos volverían a encontrarse en combate en
las playas troyanas, durante el asedio de los guerreros de Héctor a las naves aqueas.
Quiso en esta ocasión la providencia que Áyax le acertara con una
piedra, de mayor tamaño que el propio Héctor, dejándole maltrecho. Pero allí estuvo de
nuevo Apolo, infundiéndole valor con el que escapar del infortunio.
Ni la protección del mismísimo Apolo fue suficiente para
librar a Héctor de su destino, moriría después a manos del bravo Aquiles y con
él las esperanzas de Troya. Curiosamente
sería la espada de Héctor, de la mano del propio Áyax, la que sesgara su vida.
Los dos se encontrarían de nuevo en el reino de Hades, quien sabe, si ya no
rivales, sean buenos amigos.
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