La primera premisa asegura
que la ciencia es humana; la segunda afirma que errar es humano; luego la
ciencia puede, en ocasiones, equivocarse. A este silogismo simple habría que
añadirle alguna consideración más cuando se dan las circunstancias que
propician y favorecen el fallo en el planteamiento de las teorías o en la
formulación de las hipótesis. Incluso, los datos pueden sufrir interpretaciones
erróneas o, lo que es peor, ser objeto de explicaciones mal intencionadas que
obedecen a diferentes propósitos. En definitiva, la ciencia es humana, muy
humana, con sus debilidades y sus caprichos.
En el año 1922, un
paleoantropólogo australiano, Raymond Dart, con plaza universitaria en
Sudáfrica, hizo un espectacular descubrimiento en el país africano. Un cráneo
de un individuo infantil, con algunos rasgos simiescos pero con ciertos
detalles que hicieron al investigador sospechar. Inmediatamente, el fósil fue
bautizado como el “Niño de Taung” por
la localidad donde se había localizado. Dart comprendió que se encontraba ante
una nueva especie que podría suponer un camino intermedio en el proceso
evolutivo desde el simio al ser humano. La nueva especie fue designada como
Australopitheco y presentada ante la sociedad científica. La primera respuesta
que obtuvo fue el rechazo generalizado a su fósil.
Fue el racismo imperante en
la primera mitad del siglo XX, los graves prejuicios raciales de una Europa
empecinada en ser guía y luz espiritual del mundo civilizado, la que rechazó al
“Niño de Taung” como el antecesor del hombre moderno. Era inconcebible, en la
mentalidad europea del ingés post – victoriano, admitir que su “abuelo” fuese
un africano que con toda probabilidad podría atreverse a ser negro, incluso.
Por otra parte, el gran fraude de Piltdown había dado el privilegio del
antecesor por antonomasia del hombre moderno a los europeos, algo más en
consonancia con la realidad imperante en unos años 20 en que Europa se paseaba
ama y señora de todo el orbe conocido y por conocer.
Dart debería esperar largos
años a que los descubrimientos se sucediesen en Sudáfrica con nuevos restos
fósiles en el año 1936 que daban credibilidad al Australopithecus como especie
clave en el desarrollo del esquema evolutivo del humano moderno. Sólo entonces,
se reconoció la labor del paleoantropólogo australiano. A partir de entonces, y
sumando los descubrimientos de otros restos fósiles en el gran valle del Rift,
en África oriental, se reconoció al continente africano como la cuna originaria
y primigenia de la especie humana. Y fue este reconocimiento el que permitió
reconsiderar las líneas de investigación en torno a cuestión tan compleja como
el de la evolución humana. África podía ostentar con orgullo el título de “cuna
de la humanidad”.
Y es que la ciencia es
humana, demasiado humana. La ciencia de la evolución humana se había convertido
en cruel campo de batalla. Y una vez que se despejaron las dudas sobre
cuestiones relativas a creacionismos y demás intervenciones divinas, era más que
evidente el papel de la evolución en el desarrollo de la especie humana, una
especie más al fin y al cabo.
Luis Pérez Armiño
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