jueves, 5 de abril de 2012

Ostromón el soberbio


Ostromón era un reyezuelo de uno de esos países que a duras penas aparecen en los mapas. Estaba obsesionado con la idea de convertir a su país en una potencia y con ello perpetuarse en la posteridad. Por esta razón, puso todo su empeño y la mayor parte de los escasos recursos del reino en crear y fortalecer un ejército que debería llevarle a la gloria.

Creó un ejército fuerte y disciplinado y se dispuso a llevar a cabo su macabro plan. La primera víctima fue su vecino del norte, luego les tocó a los habitantes de las tierras del este y en vista de la aparente facilidad con la que rendía a sus vecinos, siguió conquistando, siguiendo las agujas del reloj y en orden concéntrico, hasta doblegar otros siete países.

Inflado de gloria y embravecido, Ostromón estaba obsesionado con dominar el universo, solo vivía por y para la guerra. La comodidad con la que vencía a sus rivales desvirtuó su realidad, convirtiéndole en un demente ávido de poder. Había conquistado todos los pequeños estados que le rodeaban y gobernaba un reino fuerte. Se sentía recio, con el mundo a sus pies, pero aún quería más. Una cuestión que se antojaba bien complicada, ya que por un lado el limes se perfilaba con el mar y donde no había mar estaba el Imperio.  

Cada vez más convencido de que era un enviado divino, el elegido para gobernar el mundo, Ostromón decidió que había llegado la hora de medir fuerzas con el mismísimo Emperador. Sabía que tras derrotar al Imperio sería el único dueño y señor del universo. Su país era fuerte, con una población diez veces mayor que su territorio original y su ejército había crecido en una proporción similar y estaba más preparado que nunca para la guerra.

Enajenado por su “alter ego”, se puso personalmente al mando del ejército y ordenó entrar en el territorio imperial. En el avance por suelo hostil tan solo se encontraron con nítidos focos de resistencia, circunstancia que sorprendía a los invasores, que continuaban su camino hacía la capital imperial. Poseído por su vanidad, Ostromón creyó que el Emperador, ante la imposibilidad de enfrentarse a su genialidad militar, había huido bien lejos, dejando el Imperio a su merced. ¡Cuál equivocada era la realidad percibida por Ostromón! A tan solo una jornada de la capital, el ejército del confiado Ostromón fue emboscado en un escarpado paso natural de difícil maniobrabilidad. La milicia del Emperador, cinco veces mayor en número, cerro los dos accesos del paso y pilló a las huestes de Ostromón en un fuego cruzado. La batalla fue breve y los invasores neutralizados.

El Emperador, al contrario que su soberbio rival, no menospreció al ambicioso caudillo y esperó el momento propicio para asestar un golpe definitivo. Ostromón, por su parte, estaba sorprendido y no salía de su asombro. Preso y esperando que se ejecutara su sentencia meditaba sobre sus actuaciones, intentando hallar respuesta a su degradante derrota. El gran Ostromón, que había doblegado al resto de reinos, había sido derrotado de forma humillante. Saboreaba la misma hiel que había dado a probar a sus conquistados y no le gustaba.

Aunque tarde, Ostromón aprendió tres lecciones:

1ª La humildad es una cualidad muy preciada. Se había convertido en un ser engreido y ambicioso, no teniendo más sentido para él que el poder y la gloria que se consigue aplastando a terceros.

2ª No hay que menospreciar al enemigo, y menos a uno poderoso.

3ª Siempre hay alguien más fuerte que tú.


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