La
sacralización de determinados objetos, ideas, conceptos y demás entes,
concretos o abstractos, puede degenerar en una suerte de actitudes
incompetentes y absolutamente perniciosas tanto para el que practica esa
sacralización como para quien la
sufre. Sin embargo, también es cierto que determinadas
corrientes de pensamiento y de acción pueden estar malintencionadamente
dirigidas para obtener unos réditos tangibles de acuerdo a unos determinados
intereses. La ciencia no es algo ajeno y como todo producto nacido de la mente
humana tiene una intencionalidad más que evidente que puede pretender
disfrazarse bajo el manto de la objetividad y el cientificismo radical. Sin
embargo, en determinados casos esta tarea de disimular intencionalidades y
parcialidades es especialmente ardua e infructuosa. Especialmente en las mal
llamadas ciencias humanas.
Hace
tiempo, al tratar ciertos aspectos sobre la investigación en el campo de la
antropología cultural, tuve la oportunidad de leer una anécdota. En particular,
la historia trataba de ejemplificar la paradoja del trabajo del antropólogo
cultural. Recientemente, un investigador europeo trató de hacer una revisión de
una etnografía sobre un pueblo africano escrito a mediados del siglo XX. Su
estrategia de investigación consistía en entrevistas personales a los
integrantes de las tribus en base al cuestionario empleado en el estudio previo
anteriormente publicado. Durante uno de esos encuentros, observó que su
interlocutor respondía exactamente igual que en el estudio de mediados del
siglo anterior, prácticamente las mismas palabras a cada una de las preguntas.
Si bien es cierto que a cada pregunta el hombre se levantaba y entraba en su
choza para contestar de forme literal nada más salir. Ante una nueva pregunta,
el interrogado se internó en su cabaña; el antropólogo europeo, intrigado,
decidió ver qué hacía el hombre en el interior de su casa. Su cara de
perplejidad debió ser indescriptible cuando vio a aquel hombre leyendo la
monografía escrita a mediados del siglo XX consultando cada una de las
preguntas que le hacían para así responderlas “correctamente”.
Esta
historia no deja de ser una simple curiosidad, una de tantas de las que puede
darse a la hora de llevar a cabo un trabajo de campo en el apasionante mundo de
la antropología cultural. Sin embargo, es altamente significativa. Y no por el
hecho de la problemática intrínseca al hecho investigador en un campo tan
controvertido y complicado como el de la ciencia cultural; más bien por la
particular visión etnocentrista de la que suele hacer gala el investigador
occidental a la hora de abordar el estudio de determinadas cuestiones, como la
cultura, la sociedad o la historia entre otras muchas materias sometidas a la
subjetividad de los intereses partidistas. Así, de todo aquel cuento lo que me
llamó poderosamente la atención es ese interés, a veces insano, en indagar
cuestiones tan peregrinas como en el pasado cultural de las civilizaciones, y
afirmo que es insano cuando ese interés por el estudio se convierte en una
sacralización excesiva y fanática del objeto a estudiar.
Quizás
nos hayan enseñado a adorar viejos becerros antes de oro bruñidos por el paso
del tiempo que nos hemos acostumbrado a adorar como simples reliquias. Pero eso
es únicamente una opinión. Quizás quieran que glorifiquemos a la historia y la
cultura porque desde Europa nos consideramos los inventores de semejantes
conceptos infumables y desquiciantes. Hubo un tiempo en que las historias se
trazaban para entretener. No dejaban de ser simples juegos más o menos
intelectuales que pretendían captar la atención de un público deseoso de
evadirse de su triste realidad en lejanos y gloriosos pasados; en leyendas de
tiempos míticos y edades doradas; en hazañas irrepetibles y fantasiosas. Pero la
gloria del relato, del trovador, se perdió y fue sustituida por el
cientificismo fanático y cruel que decidió sacralizar el dato veraz, y
generalmente aburrido, en detrimento de aquellas historias y cuentos.
Luis
Pérez Armiño
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