domingo, 2 de septiembre de 2012

Altares interesados



La sacralización de determinados objetos, ideas, conceptos y demás entes, concretos o abstractos, puede degenerar en una suerte de actitudes incompetentes y absolutamente perniciosas tanto para el que practica esa sacralización como para quien la sufre. Sin embargo, también es cierto que determinadas corrientes de pensamiento y de acción pueden estar malintencionadamente dirigidas para obtener unos réditos tangibles de acuerdo a unos determinados intereses. La ciencia no es algo ajeno y como todo producto nacido de la mente humana tiene una intencionalidad más que evidente que puede pretender disfrazarse bajo el manto de la objetividad y el cientificismo radical. Sin embargo, en determinados casos esta tarea de disimular intencionalidades y parcialidades es especialmente ardua e infructuosa. Especialmente en las mal llamadas ciencias humanas.

Hace tiempo, al tratar ciertos aspectos sobre la investigación en el campo de la antropología cultural, tuve la oportunidad de leer una anécdota. En particular, la historia trataba de ejemplificar la paradoja del trabajo del antropólogo cultural. Recientemente, un investigador europeo trató de hacer una revisión de una etnografía sobre un pueblo africano escrito a mediados del siglo XX. Su estrategia de investigación consistía en entrevistas personales a los integrantes de las tribus en base al cuestionario empleado en el estudio previo anteriormente publicado. Durante uno de esos encuentros, observó que su interlocutor respondía exactamente igual que en el estudio de mediados del siglo anterior, prácticamente las mismas palabras a cada una de las preguntas. Si bien es cierto que a cada pregunta el hombre se levantaba y entraba en su choza para contestar de forme literal nada más salir. Ante una nueva pregunta, el interrogado se internó en su cabaña; el antropólogo europeo, intrigado, decidió ver qué hacía el hombre en el interior de su casa. Su cara de perplejidad debió ser indescriptible cuando vio a aquel hombre leyendo la monografía escrita a mediados del siglo XX consultando cada una de las preguntas que le hacían para así responderlas “correctamente”.

Esta historia no deja de ser una simple curiosidad, una de tantas de las que puede darse a la hora de llevar a cabo un trabajo de campo en el apasionante mundo de la antropología cultural. Sin embargo, es altamente significativa. Y no por el hecho de la problemática intrínseca al hecho investigador en un campo tan controvertido y complicado como el de la ciencia cultural; más bien por la particular visión etnocentrista de la que suele hacer gala el investigador occidental a la hora de abordar el estudio de determinadas cuestiones, como la cultura, la sociedad o la historia entre otras muchas materias sometidas a la subjetividad de los intereses partidistas. Así, de todo aquel cuento lo que me llamó poderosamente la atención es ese interés, a veces insano, en indagar cuestiones tan peregrinas como en el pasado cultural de las civilizaciones, y afirmo que es insano cuando ese interés por el estudio se convierte en una sacralización excesiva y fanática del objeto a estudiar.

Quizás nos hayan enseñado a adorar viejos becerros antes de oro bruñidos por el paso del tiempo que nos hemos acostumbrado a adorar como simples reliquias. Pero eso es únicamente una opinión. Quizás quieran que glorifiquemos a la historia y la cultura porque desde Europa nos consideramos los inventores de semejantes conceptos infumables y desquiciantes. Hubo un tiempo en que las historias se trazaban para entretener. No dejaban de ser simples juegos más o menos intelectuales que pretendían captar la atención de un público deseoso de evadirse de su triste realidad en lejanos y gloriosos pasados; en leyendas de tiempos míticos y edades doradas; en hazañas irrepetibles y fantasiosas. Pero la gloria del relato, del trovador, se perdió y fue sustituida por el cientificismo fanático y cruel que decidió sacralizar el dato veraz, y generalmente aburrido, en detrimento de aquellas historias y cuentos.

Luis Pérez Armiño

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