Al final de su reinado, Felipe II (1556 – 1598) ordenaba
la elaboración del Libro de Retratos de los Reyes del Alcázar. Editado en 1594,
pretendía reflejar la decoración del Salón Real del palacio - fortaleza
segoviano con los retratos de más de cincuenta monarcas que habían gobernado
sobre los distintos reinos hispanos desde los tiempos de don Pelayo, allá por
el siglo VIII. Entre los retratados, Alfonso VII (1105 – 1157), rey de León y
“Emperador de toda España”, venerable hombre de pelo y barba encanecidos que
sujeta de forma descuidada una espada, parece esquivar con su mirada al
espectador.
Puede que no quisiera ver la caída de su magna obra, su
poder resquebrajado y perdido en el tiempo, sus antiguos reinos de nuevo
divididos entre sus dos hijos: León para Fernando II y Castilla para Sancho
III. Era lo que había dispuesto para cuando sucediese su muerte. Acontecimiento
que tuvo lugar en 1157, huyendo del enemigo infiel después de haber sometido
prácticamente a toda la península Ibérica bajo su poder.
Puede que su mirada recelosa estuviese retrocediendo la
vista hasta sus años infantiles, cuando su madre, la famosa doña Urraca, le implicó
en los complicados vericuetos de las políticas dinásticas y familiares que
entretejían las cuestiones sucesorias en las todavía recientes monarquías
cristianas hispánicas. En 1126, con 21 años, era proclamado rey de León en la
catedral de la ciudad, e iniciaba su política expansionista, esta vez a costa
de los territorios castellanos y de los aragoneses de su padrastro, Alfonso I,
rey de Aragón, el Batallador. Sólo tras la muerte de éste, los complicados
sistemas de vasallajes permitieron que Alfonso VII pudiese controlar estos
territorios, aunque fuese nominalmente.
Su supremacía en toda la península Ibérica le llevó a la
coronación como “Imperator totius Hispaniae”, de nuevo en la catedral leonesa,
allá por el año 1135. Se retomaba aquella vieja idea imperial de España, la del
rey asturiano Alfonso III el Magno (866 – 912), que intentaba entroncar a los
reconquistadores astures y leoneses con la antigua monarquía visigoda,
legitimando el derecho de reconquista y la primacía de la monarquía leonesa
sobre el resto de las peninsulares. Sólo entonces Alfonso VII fijó su mirada en
el sur, hacia el territorio que controlaba el ya débil Imperio de los
almorávides. Fue esta debilidad la que permitió a Alfonso ampliar notablemente
las fronteras de sus posesiones. Aunque muchas de estas conquistas no fueran
más que ocupaciones temporales.
También es posible, que alejando su mirada, Alfonso quisiera
olvidar sus últimos años de reinado. Cuando huye de forma apresurada de
Almería, una de sus conquistas más efímeras frente al infiel musulmán. Ni
siquiera el “Imperator totius Hispaniae” podía hacer frente al salvaje
fanatismo almohade. No puede más que resultar irónico que un hombre como
Alfonso VII, que había regido los destinos del vasto Imperio hispánico, muriese
durante la retirada de Almería en 1157. De hecho, no puede ser más que
desoladora la imagen del emperador trasladado hasta Toledo, por no poder llegar
a León, donde sus restos descansarán para siempre, sujetos al continuo vaivén
de las interminables obras de la
Catedral toledana.
Crónica de Adefonsi Imperatoris. La coronación
Cuentan las crónicas que en el siglo XII la supremacía del reino leonés alcanzaba
su punto álgido. Habían logrado la hegemonía en la Península Ibérica y tan
solo quedaba refrendar este logro. Para ello se hacía necesario ceñirse la
corona imperial, es decir, recibir el vasallaje del resto de monarcas peninsulares.
Alfonso VI ya se intitulaba como emperador de Toledo
dejando claro con ello su preeminencia en la Península. También utilizó el
título de Imperator Totius Hispaniae, emperador de toda España, en un acto de
fuerza sobre el resto de monarcas. Sin embargo, y a pesar de la hegemonía
leonesa, no llegó a ser coronado.
El sueño imperial se alcanzaría con la figura del nieto
de Alfonso VI, Alfonso VII. La preponderancia del reino de León y Castilla era
indiscutible y había llegado la hora de ser reconocida esa posición. Alfonso
VII había conseguido el vasallaje del resto monarcas peninsulares, lo que le
permitía, por derecho, ceñirse el cetro imperial.
En el día de Pentecostés de 1135, como recoge la crónica
de Alfonso VII, se celebró un concilio para tal fin. En la iglesia de Santa
Marina se reúnen arzobispos, obispos y abades, nobles y plebeyos y, en
definitiva, todo el pueblo, para rendir pleitesía al emperador. Alfonso VII
vestía una impresionante capa adornada con la mejor artesanía, una corona de oro
y piedras preciosas y el cetro. Acompañado por el rey García, a su derecha, y
por el obispo de León, Arriano, a su izquierda, y seguido de toda la comitiva
de obispos y abades, fue conducido ante el altar. Tras ser bendecido se ofició
la misa. El ya emperador Alfonso VII mandó celebrar un gran convite y ordenó
dar donativos a obispos y abades y repartir vestidos y alimentos entre los más
desfavorecidos.
Alfonso VII había obtenido el vasallaje del resto de
reyes y nobles, alcanzado su sueño de coronarse emperador. Entre los notables
que rindieron pleitesía al monarca leonés se encontraban García Ramírez de
Navarra, Ramón Berenguer IV de Barcelona, señor consorte de Aragón, sus primos
Alfonso Jordán de Tolosa y Alfonso Henriques de Portugal, el rey de los
musulmanes Zafadola, Armegol de Urgel y
varios condes y duques del mediodía francés.
El título imperial hay que entenderlo como algo efímero, que
no pudo ser mantenido por mucho tiempo. Poco después de la coronación, Alfonso
Henriques de Portugal ofrece al Papa el juramento vasallático que antes había
ofrecido a Alfonso VII. Con la muerte
del emperador, en el año 1157, una nueva división de León y Castilla, entre sus
dos primogénitos, termina con la idea imperial. Habrá que esperar hasta el año
de 1230 para que ambas coronas se vuelvan a unificarse, pero será Castilla, a
partir de este momento, quien lleve la iniciativa.
Luis Pérez Armiño y Andrés Calzada
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