miércoles, 5 de septiembre de 2012

De guerrero a guerrero



Cuando comenzó la Guerra de Troya Zeus les dijo a los dioses que se mantuvieran al margen del conflicto, pues era una cuestión que debía ser dirimida entre hombres. Pero los dioses, poseídos por un sentimiento más humano que el correspondiente a su divina condición, no pudieron refrenar su ímpetu y terminaron tomando partido por una de las dos facciones; eran muchos los lazos de afecto contraídos con aquellos seres inferiores. Se formaron entre las deidades dos bandos según criterios de preferencia. Atenea, Hera, Poseidón y Hermes, entre otros, se decantaron por el bando aqueo. Ares, Artemisa, Afrodita y Apolo, ayudados por alguna deidad más, hicieron lo propio en el bando troyano.
Apolo sentía predilección por Héctor, el bravo caudillo troyano a quien llamaban el domador de caballos. La valentía del general troyano, el coraje y temple con el que acaudillaba a sus hombres conmovía a la divinidad. En ocasiones, Apolo interfería en los pensamientos del guerrero para infundirle valor y procuraba estar a su lado en la batalla para protegerle. Se le había designado una ardua misión, la de proteger a los hijos de Troya de la amenaza aquea, pero no estaba solo, la deidad velaba por él.
Fue Apolo quien indujo a Héctor a luchar con el bravo guerrero aqueo Áyax Telamonio, hijo del gran Telamón. Áyax era uno de los grandes héroes griegos. Dotado de una gran estatura y una descomunal fuerza, se decía que tan solo el bravo Aquiles, de entre todos los mortales, podía vencerle. Apolo confiaba en Héctor y a sabiendas del duro golpe que podría asestar en la moral de las huestes aqueas si derrotaba al titán griego le indujo a buscar el enfrentamiento con él. La derrota de Áyax otorgaría la gloria eterna para el domador de caballos, pero si caía en combate supondría una muerte honrosa ante un digno oponente.
Confiado en sí mismo, Héctor retó en combate singular al más bravo de entre todos los soldados aqueos, Áyax Telamonio. El bravo Aquiles se había retirado del conflicto a causa de las divergencias que mantenía con el caudillo de los aqueos, Agamenón. La ausencia de Aquiles dejaba a Áyax como el héroe de las tropas griegas. Ambos guerreros se midieron cara a cara en una lucha cruenta. En muy raras ocasiones a lo largo de la historia se había visto una exposición igual de coraje y valentía. La fuerza de Áyax era contrarrestada con la pericia del domador de caballos. Un ecuánime enfrentamiento en el que ninguno de los fue capaz de someter a sus adversario.
A lo largo de un día entero se escuchó el turbador ruido que provocaban las armas al encontrarse. El cansancio, fruto de las inútiles acometidas, se iba apoderando de los dos contendientes, lo que les hizo valorar la imposibilidad de derrotar al oponente. Decidieron dar el combate por zanjado sin que hubiese vencedor. Nobles y ecuánimes, ambos reconocieron la valía de su adversario. Tal fue la mutua admiración, que Héctor le obsequió con su espada y Áyax le correspondió con su cinturón.
Los dos caudillos volverían a encontrarse en combate en las playas troyanas, durante el asedio de los guerreros de Héctor a las naves aqueas. Quiso en esta ocasión la providencia que Áyax le acertara al caudillo troyano con una piedra de mayor dimensión que la del propio Héctor, dejándole maltrecho. Pero allí estuvo de nuevo Apolo, infundiéndole el valor suficiente con el que escapar del infortunio.
La protección de  Apolo no fue suficiente para librar a Héctor de su destino. La muerte de Patroclo, acólito de Aquiles, a manos de Héctor, provocaría la ira del héroe aqueo y retó en mortal combate al príncipe troyano. Héctor moriría a manos del bravo Aquiles y con él se difuminó cualquier esperanza en Troya. Curiosamente sería la espada de Héctor, blandida por el propio Áyax, la que sesgara su vida. Los dos se encontrarían de nuevo en el reino de Hades, quien sabe, si ya no rivales, sean buenos amigos.
Tener la protección de un dios no es siempre beneficioso. Se puede caer en el error de contar con un valor inexiste o irreal. También puede granjear envidias o provocar la antipatía de otras deidades rivales y en un descuido del benefactor sobrevenir la tragedia. Hay otras situaciones en las que los dioses no deben intervenir. Contar con esta protección no exime de la desgracia y en ocasiones es posible que las origine.

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