La amenaza
Persa había sido neutralizada, las polis respiraban tranquilas. La libertad y
autonomía, identidad del mundo griego, estaban “por ahora” a salvo. De los
vencedores dos potencias exhibían sin reparo su poderío. Los ejércitos
espartanos lo hacían por tierra. La amenaza ateniense llegaba por los mares. Quedaban con ello equilibrados, pero el poder
tiene un macabro magnetismo que logra que hasta los hermanos se maten entre
ellos. El peor de los males quedaba aún por llegar...
Vencidos los persas el sentimiento de unión griego frente al
invasor se fue debilitando con la misma fuerza con que crecía el odio, que ya
venía de lejos, entre atenienses y espartanos. La guerra del Peloponeso hay que
entenderla desde un punto de vista hegemónico, de confrontación de dos posturas
irreconciliables que sentían la necesidad de hacerse con el poder absoluto para garantizarse
la libertad y la seguridad. Se enfrentaban dos concepciones distintas de entender
la realidad en un espacio geográfico que se había quedado pequeño. Un solo
gallinero para “dos gallos”, el
enfrentamiento era inevitable, solo restaba saber cúando.
Pero también hay que concebir la guerra del Peloponeso como un enfrentamiento
fratricida en el que no hubo vencedores. Al margen de quien fuese el primero en
decir ¡basta!, solo quedó una Grecia devastada que acabaría provocando la propia
quiebra del sistema de las polis. Una absurda guerra de desgate y más teniendo en cuenta que
volvía a sentirse cerca la amenaza persa.
Atenas representaba la democracia y la libertad y sus ciudadanos
gozaban de un status privilegiado y podían elegir a sus líderes. La ciudad contaba
con una impresionante escuadra, dueña indiscutible de los mares. Atenas, con la
derrota de los persas, había experimentado la embriagadora sensación que otorga
el poder, se había vuelto ambiciosa. Había convertido a la Liga Ático Délica,
creada por varias polis para la defensa común contra el enemigo persa, en un
instrumento al servicio de su interés, disponiendo del tesoro de la Liga a su
antojo. En esta carrera imperialista Atenas se había encontrado con un
obstáculo, Esparta.
Esparta tenía una situación distinta. Su poder descansaba sobre
los pilares de una oligarquía cimentada en una estructura social y política
férrea, y sostenida por el temido ejército espartano, sin rival, tras la derrota
de los persas, en la lucha por tierra. Los espartanos también tenían su propia
política de expansión y controlaban la otra gran alianza griega, La Liga del
Peloponeso. La oligarquía espartana estaba temerosa del espíritu democrático
ateniense y su propagación por Laconia, base territorial de Esparta, pudiendo
poner en peligro su sistema de poder. Además, la política imperialista ateniense
era tomada como una amenaza que no podían permitir y debían de actuar antes de
que Atenas aumentara demasiado su poder y les relegara de su papel hegemónico.
Se pueden buscar mil causas que expliquen el origen del conflicto,
tanto políticas, como militares, económicas, etc., pero todas tienen un nexo en
común, la rivalidad entre ambas potencias. El detonante hay que buscarlo en las
disputas entre Corcira y su antigua metrópoli, Megara, esta última aliada de
Esparta. Los corciros pidieron ayuda a Atenas, precipitando el conflicto. Si
bien, Esparta no deseaba la guerra en ese momento debido al grave problema
interno que mantenía con los esclavos, los ilotas, que se había agravado con el
descenso demográfico que les dejaba en una situación de franca inferioridad frente a estos esclavos. Además,
la situación financiera de Esparta distaba mucho de parecerse a la de Atenas,
que por el contrario estaba pletórica y confiada.
La estrategia ateniense era clara, evitar enfrentamientos a campo
abierto con los espartanos, indudablemente superiores, retirarse tras las
murallas y confiar en la efectividad de su flota. Atenas pretendía bloquear la escuadra
enemiga y realizar rápidas incursiones terrestres, agravando la, ya de por si,
deteriorada situación de los espartanos con los ilotas. Ni unos ni otros sospechaban en
ese momento la sangría de la que iban a ser testigos.
En
el 431 a. c. comienzan las hostilidades. La táctica de Atenas
parecía dar sus frutos, sin embargo en el 430 a. c., una epidemia desoló
la
ciudad. Entre los fallecidos se encontraba Pericles, su notable líder. A
pesar del revés, los atenienses lograron establecer una
cabeza de puente en Pilos, territorio espartano, dando un duro golpe y
en su punto más débil, su delicada situación social, a Esparta. Esta
acción ateniense ensombreció las importantes victorias espartanas en
Tracia. En el año 421 a. c., se firma la paz de Nicias, que debía durar
50
años.
En el año 416 a. c. se reinician las hostilidades. Atenas reconsidera
la táctica a seguir, en busca de asestar un golpe definitivo. La
nueva estrategia consistía en enviar la armada a Sicilia para apoderarse de la
parte occidental de la Hélade, tierra de los griegos, estando la oriental bajo su dominio. Con esta
acción, se buscaba estrangular la región
central, es decir Esparta y el Peloponeso. La empresa fue un descalabro sin
precedentes y una tragedia sin igual. En Sicilia dejaron su vida la flor y nata
de la juventud ateniense.
La última fase fue conocida como la guerra de Decelia y estuvo marcada
por el corte del suministro de alimentos por tierra a Atenas, obligando a abastecer a la
ciudad por mar y repercutiendo en las arcas. Esparta, también se ocupó de
alentar contra Atenas a sus aliados. A pesar de todo, los atenienses lograron una serie de
victorias que permitió recuperar parte del territorio que habían cedido. La escuadra espartana,
comandada por Lisandro, hábil estratega, cortó el suministro de
grano procedente del Helesponto, dejando sin alimento a Atenas. Esta situación obligaba a salir, a la desesperada, a la armada
ateniense en busca de Lisandro, con el fin de evitar la
hambruna. La armada ateniense es destruida por completo en el año 405 a. c. en
la batalla de Egospótamos.
Un año después, una Atenas asediada, víctima de las epidemias y
el hambre, se ve obligada a rendirse incondicionalmente. Los muros fueron
desmantelados, se disolvió la Liga Atico Délica y se instauró la oligarquía en
la ciudad que había sido la cuna de la democracia. A pesar de la insistencia de
Corinto y Tebas de destruir la ciudad y esclavizar a su población, Esparta,
reconociendo el papel primordial de Atenas y el servicio dado a la causa
griega, rechazó tal proposición. Así concluía la primera guerra civil conocida
en occidente.
Al final de la contienda, una Grecia exhausta y debilitada quedaba
a expensas de sus enemigos. Las polis, como estructura política y económica,
entran en crisis. Grecia necesitaba un líder fuerte y ambicioso que aglutinara
a todos los griegos y así recuperar la gloria desvanecida, y, la historia, iba a
conceder ese deseo. En el año 336 a. c., un joven macedonio, de apenas 20 años,
heredaba el título de “strategós autokrátor”, que los griegos habían otorgado a
su padre para que liderara la Liga Panhelénica. Este joven estaba llamado a
escribir uno de los capítulos más significativos de la historia, su nombre era
Alejandro Magno.
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