Se
hace necesario en estos tiempos de tribulaciones y desvaríos financieros y
económicos recordar a nuestros gestores, a nuestros mandatarios, legisladores,
creadores de opinión y todos aquellos que puedan decir, opinar o hacer algo al
respecto, que: el carácter público del disfrute y uso del llamado patrimonio
histórico – artístico, mejor dicho cultural, es una conquista revolucionaria
que no puede ser sometida a los dictados básicos de la ley de la oferta y la demanda. Si así ocurriese,
estaríamos incurriendo en grave error que, en la materia que nos trata,
significaría un considerable retraso y un retroceso en uno de nuestros derechos
básicos, quizás no el fundamental pero sí uno de ellos. Y es que no podemos
dejar de considerar que la Constitución Española, texto ya con ciertos años,
aprobó en uno de sus artículos, el 44 por dar más señas, un enunciado en
referencia a la obligación contraída por los poderes público que “promoverán y tutelarán el acceso a la
cultura, a lo que todos tienen derecho”.
Sin
embargo, insistimos, de acuerdo a la coyuntura económica y gestora actual, este
artículo ha caído en saco roto. Recientemente, dos empresas privadas, con sus
correspondientes intenciones culturales – publicitarias – promocionales, realizaron
un determinado gesto que ha evitado el cierre del Museo de Arte Contemporáneo
Esteban Vicente de Segovia. Los trabajadores del centro ya habían aceptado,
voluntariamente, una cuantiosa reducción de sus sueldos para mantener abierto
el museo; medida que, sin embargo, no impediría el cierre de la institución a
finales de año. Finalmente, como decíamos, dos empresas privadas han evitado
este nuevo cataclismo cultural protagonizando el papel que deberían haber
tomado las entidades públicas correspondientes (autonómicas y estatales). De
nuevo, el legado de Esteban Vicente, uno de los grandes creadores
contemporáneos no sólo de nuestro país, sino con un gran reconocimiento
internacional, parecía condenado a un nuevo y largo ostracismo.
Es
necesario recordar a nuestros políticos de turno un poco de historia, de cómo
los bienes que hoy día forman parte de nuestro llamado patrimonio cultural son
el resultado de una de las mayores conquistas sociales que acompañaron a las
revoluciones liberal – burguesas del siglo XIX. Durante el Antiguo Régimen, el
arte era entendido como un privilegio sólo apto para aquellos que podían
desembolsar importantes cantidades de dinero. Es más que evidente que entre
estos agraciados llamados al disfrute estético sólo se encontraban los miembros
de las distintas casas reales europeas y algún que otro noble despistado que
había decidido, o bien imitar a su señor el rey, o efectivamente tenía
determinadas inquietudes culturales. El coleccionismo regio y nobiliario,
incluso el eclesiástico, fue actividad continuada a lo largo de los siglos,
llegando a un especial desarrollo en el siglo XVII. Es precisamente este siglo,
por ejemplo, lleno de horror, guerra y violencia, cuando el monarca católico,
rey hispánico, nuestro Felipe IV, forma su colección pictórica, una de las más
grandes y ricas de la Europa del momento.
El
proceso revolucionario abierto en 1789 en Francia significaría una profunda
transformación en la concepción del patrimonio histórico – artístico. Hasta el
momento, y como hemos comentado, el arte se concebía como uno de los tantos
privilegios de los estamentos superiores y sujeto a los mismos procedimientos
que regían el derecho de propiedad privada. De esta manera, toda la colección
pictórica de Felipe IV estaba sujeta a las diferentes herencias y era
considerada como un bien patrimonial propiedad de la persona del rey, ni
siquiera de la Corona. Sin
embargo, las revoluciones liberales consideraron la concepción del patrimonio
cultural como un bien cuya propiedad última recae en el pueblo, como único y
legítimo dueño de esos bienes, ya que estos bienes parten de la misma esencia
de su pueblo y son su manifestación cultural. De hecho, en España, la colección
pictórica del rey, propiedad de la Corona española como institución, se
nacionalizó a consecuencia del proceso revolucionario de 1868, pasando a ser
propiedad del Estado y del pueblo.
Este
largo proceso, sujeto a constantes revisiones y motivo de polémicas y arduas
controversias, no puede ser obviado en la actualidad. En la
lógica de la privatización y la mercantilización a toda costa de este recién
estrenado siglo, de esta era de neo – conservadurismo y post – liberalismo
feroz, el patrimonio cultural se esgrime como el único bien público que su
propia legislación estima como inalienable. Más si se considera su posible
privatización, lo que supondría la total tergiversación del fin último de este
tipo de bienes: la función pública de educación y delectación.
Luis
Pérez Armiño
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