domingo, 16 de septiembre de 2012

Un recordatorio urgente



Se hace necesario en estos tiempos de tribulaciones y desvaríos financieros y económicos recordar a nuestros gestores, a nuestros mandatarios, legisladores, creadores de opinión y todos aquellos que puedan decir, opinar o hacer algo al respecto, que: el carácter público del disfrute y uso del llamado patrimonio histórico – artístico, mejor dicho cultural, es una conquista revolucionaria que no puede ser sometida a los dictados básicos de la ley de la oferta y la demanda. Si así ocurriese, estaríamos incurriendo en grave error que, en la materia que nos trata, significaría un considerable retraso y un retroceso en uno de nuestros derechos básicos, quizás no el fundamental pero sí uno de ellos. Y es que no podemos dejar de considerar que la Constitución Española, texto ya con ciertos años, aprobó en uno de sus artículos, el 44 por dar más señas, un enunciado en referencia a la obligación contraída por los poderes público que “promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a lo que todos tienen derecho”.

Sin embargo, insistimos, de acuerdo a la coyuntura económica y gestora actual, este artículo ha caído en saco roto. Recientemente, dos empresas privadas, con sus correspondientes intenciones culturales – publicitarias – promocionales, realizaron un determinado gesto que ha evitado el cierre del Museo de Arte Contemporáneo Esteban Vicente de Segovia. Los trabajadores del centro ya habían aceptado, voluntariamente, una cuantiosa reducción de sus sueldos para mantener abierto el museo; medida que, sin embargo, no impediría el cierre de la institución a finales de año. Finalmente, como decíamos, dos empresas privadas han evitado este nuevo cataclismo cultural protagonizando el papel que deberían haber tomado las entidades públicas correspondientes (autonómicas y estatales). De nuevo, el legado de Esteban Vicente, uno de los grandes creadores contemporáneos no sólo de nuestro país, sino con un gran reconocimiento internacional, parecía condenado a un nuevo y largo ostracismo.

Es necesario recordar a nuestros políticos de turno un poco de historia, de cómo los bienes que hoy día forman parte de nuestro llamado patrimonio cultural son el resultado de una de las mayores conquistas sociales que acompañaron a las revoluciones liberal – burguesas del siglo XIX. Durante el Antiguo Régimen, el arte era entendido como un privilegio sólo apto para aquellos que podían desembolsar importantes cantidades de dinero. Es más que evidente que entre estos agraciados llamados al disfrute estético sólo se encontraban los miembros de las distintas casas reales europeas y algún que otro noble despistado que había decidido, o bien imitar a su señor el rey, o efectivamente tenía determinadas inquietudes culturales. El coleccionismo regio y nobiliario, incluso el eclesiástico, fue actividad continuada a lo largo de los siglos, llegando a un especial desarrollo en el siglo XVII. Es precisamente este siglo, por ejemplo, lleno de horror, guerra y violencia, cuando el monarca católico, rey hispánico, nuestro Felipe IV, forma su colección pictórica, una de las más grandes y ricas de la Europa del momento.

El proceso revolucionario abierto en 1789 en Francia significaría una profunda transformación en la concepción del patrimonio histórico – artístico. Hasta el momento, y como hemos comentado, el arte se concebía como uno de los tantos privilegios de los estamentos superiores y sujeto a los mismos procedimientos que regían el derecho de propiedad privada. De esta manera, toda la colección pictórica de Felipe IV estaba sujeta a las diferentes herencias y era considerada como un bien patrimonial propiedad de la persona del rey, ni siquiera de la Corona. Sin embargo, las revoluciones liberales consideraron la concepción del patrimonio cultural como un bien cuya propiedad última recae en el pueblo, como único y legítimo dueño de esos bienes, ya que estos bienes parten de la misma esencia de su pueblo y son su manifestación cultural. De hecho, en España, la colección pictórica del rey, propiedad de la Corona española como institución, se nacionalizó a consecuencia del proceso revolucionario de 1868, pasando a ser propiedad del Estado y del pueblo.

Este largo proceso, sujeto a constantes revisiones y motivo de polémicas y arduas controversias, no puede ser obviado en la actualidad. En la lógica de la privatización y la mercantilización a toda costa de este recién estrenado siglo, de esta era de neo – conservadurismo y post – liberalismo feroz, el patrimonio cultural se esgrime como el único bien público que su propia legislación estima como inalienable. Más si se considera su posible privatización, lo que supondría la total tergiversación del fin último de este tipo de bienes: la función pública de educación y delectación.

Luis Pérez Armiño




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