lunes, 15 de diciembre de 2014

Desnudo de espaldas frente al sol

Y sopló y sopló…, y vomitó una inmensa bola de fuego líquido. Entre sus manos fue tomando diferentes formas, pero ninguna de ellas le convencía. La masa ardiente, viscosa y reluciente, crecía mientras sus pulmones trabajaban sin respiro. Con la habilidad de cien mil años de lentos sermones y las manos ajadas y doloridas. Del calor del infierno a las gélidas aguas de los torrentes que bajaban en primavera desde las montañas. Todavía no temblaba y se consideraba entre los mejores artesanos. Esculpía la llama sobre el blanco mármol. Una y otra vez, tres mil gestos, todos iguales de principio a fin.

En los desiertos blancos una ola centenaria lame las lenguas de sal. El sol hace brillar con fuerza cada grano de arena. Y los alacranes se entierran vivos esperando las frías horas de la noche. Una marca sinuosa recuerda la retorcida senda de una gran serpiente blanca. Hoy su esqueleto luce al sol. En el desierto dejaron de vivir las presas hace millones de años. En medio de las dunas, diminutos cristales ofrecen sus perfiles facetados al sol mientras el viento viaja desde el horizonte cruzando el árido paisaje. Dos hombres de labios agrietados cavan con sus propias manos mientras sus ojos se derriten.

Desde Roma su aliento se dejó sentir por todo el Mediterráneo. Los bosques verdes se convirtieron en escenarios grises desnudos y la tierra fértil fue abandonada para siempre por los hombres. Los ríos se secaron y el mar se convirtió en un caldo maloliente que vomitaba los restos putrefactos de las orgías que inundaban la capital del Imperio. El preso más peligroso había logrado escapar de la cárcel Mamertina. En su apresurada huída, durante un descuido de sus captores, se llevó por delante a dos de los encargados de su vigilancia. A uno le partió el cuello y al otro le ahogó en una de las letrinas de la prisión. La última visión de su carcelero fue la patética imagen de un ser humano pataleando entre la inmundicia tragando profundas bocanadas de mierda. En las estrechas y oscuras calles de Roma no miró nunca atrás. Sólo se fijó en una joven rubia que volvía a su casa cargada con una cesta de mimbre. La atacó sin hacer ruido. Después de violarla arrojó su cuerpo a las aguas del Tíber.

Jonás nunca fue engullido por una ballena. Es imposible masticar la carne vieja y roída. No es plato de gusto para nadie ni para nada. Aunque tu vida sucumba a metros y metros de profundidad marítima, rodeada de monstruos amorfos y ciegos. El mar no quiere los restos de nadie y los escupe con rabia. Un espectro viscoso, blanco y reluciente, descansa sobre una playa bañada por el sol del amanecer. Un grupo de jóvenes pescadores, todavía aturdidos por un sueño insuficiente, se acercó con miedo a aquel extraño objeto. Sus ojos se abrieron y la boca de uno de ellos lanzó un gemido de desagradable sorpresa. En la playa, al sol del amanecer, yacía el cuerpo hinchado y amoratado de una persona. La cara se hundía en la arena todavía húmeda. El más atrevido de los pescadores intentó levantar la cabeza de ese cadáver gordo e inflado por el pelo. Un rostro ciego dio los buenos días con una irónica mueca de dolor.

Frente al puerto los turistas se agolpan a la espera de algún rayo de sol. Es un dique largo y profundo en el mar. Los barcos pasan lejanos en un ajetreo calmado y relajante. Las murallas de la ciudad se muestran esplendorosas. Sobre una de sus paredes, una muchacha se sienta y deja colgar sus largas piernas a lo largo de las piedras. Nadie deja escapar su mirada de esa bella silueta recortada al sol. La joven levanta sus brazos y se recoge el pelo en un gesto lleno de inocente sensualidad. Sus pechos desnudos se ahogan en el último sol que se pierde en el recto horizonte del mar.

Benjamin Redneck 

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