Y sopló y sopló…, y vomitó una inmensa bola de fuego líquido. Entre
sus manos fue tomando diferentes formas, pero ninguna de ellas le
convencía. La masa ardiente, viscosa y reluciente, crecía mientras sus
pulmones trabajaban sin respiro. Con la habilidad de cien mil años de
lentos sermones y las manos ajadas y doloridas. Del calor del infierno a
las gélidas aguas de los torrentes que bajaban en primavera desde las
montañas. Todavía no temblaba y se consideraba entre los mejores
artesanos. Esculpía la llama sobre el blanco mármol. Una y otra vez,
tres mil gestos, todos iguales de principio a fin.
En los
desiertos blancos una ola centenaria lame las lenguas de sal. El sol
hace brillar con fuerza cada grano de arena. Y los alacranes se
entierran vivos esperando las frías horas de la noche. Una marca sinuosa
recuerda la retorcida senda de una gran serpiente blanca. Hoy su
esqueleto luce al sol. En el desierto dejaron de vivir las presas hace
millones de años. En medio de las dunas, diminutos cristales ofrecen sus
perfiles facetados al sol mientras el viento viaja desde el horizonte
cruzando el árido paisaje. Dos hombres de labios agrietados cavan con
sus propias manos mientras sus ojos se derriten.
Desde
Roma su aliento se dejó sentir por todo el Mediterráneo. Los bosques
verdes se convirtieron en escenarios grises desnudos y la tierra fértil
fue abandonada para siempre por los hombres. Los ríos se secaron y el
mar se convirtió en un caldo maloliente que vomitaba los restos
putrefactos de las orgías que inundaban la capital del Imperio. El preso
más peligroso había logrado escapar de la cárcel Mamertina. En su
apresurada huída, durante un descuido de sus captores, se llevó por
delante a dos de los encargados de su vigilancia. A uno le partió el
cuello y al otro le ahogó en una de las letrinas de la prisión. La
última visión de su carcelero fue la patética imagen de un ser humano
pataleando entre la inmundicia tragando profundas bocanadas de mierda.
En las estrechas y oscuras calles de Roma no miró nunca atrás. Sólo se
fijó en una joven rubia que volvía a su casa cargada con una cesta de
mimbre. La atacó sin hacer ruido. Después de violarla arrojó su cuerpo a
las aguas del Tíber.
Jonás nunca fue engullido por una
ballena. Es imposible masticar la carne vieja y roída. No es plato de
gusto para nadie ni para nada. Aunque tu vida sucumba a metros y metros
de profundidad marítima, rodeada de monstruos amorfos y ciegos. El mar
no quiere los restos de nadie y los escupe con rabia. Un espectro
viscoso, blanco y reluciente, descansa sobre una playa bañada por el sol
del amanecer. Un grupo de jóvenes pescadores, todavía aturdidos por un
sueño insuficiente, se acercó con miedo a aquel extraño objeto. Sus ojos
se abrieron y la boca de uno de ellos lanzó un gemido de desagradable
sorpresa. En la playa, al sol del amanecer, yacía el cuerpo hinchado y
amoratado de una persona. La cara se hundía en la arena todavía húmeda.
El más atrevido de los pescadores intentó levantar la cabeza de ese
cadáver gordo e inflado por el pelo. Un rostro ciego dio los buenos días
con una irónica mueca de dolor.
Frente al puerto los
turistas se agolpan a la espera de algún rayo de sol. Es un dique largo y
profundo en el mar. Los barcos pasan lejanos en un ajetreo calmado
y relajante. Las murallas de la ciudad se muestran esplendorosas. Sobre
una de sus paredes, una muchacha se sienta y deja colgar sus largas
piernas a lo largo de las piedras. Nadie deja escapar su mirada de esa
bella silueta recortada al sol. La joven levanta sus brazos y se recoge
el pelo en un gesto lleno de inocente sensualidad. Sus pechos desnudos
se ahogan en el último sol que se pierde en el recto horizonte del mar.
Benjamin Redneck
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