miércoles, 10 de diciembre de 2014

El sueño de la locura produce el horror

La noche es una galería interminable de monstruos vivos y muertos. La noche es un espectáculo dantesco de personajes grotescos que babean sus papeles y su carne putrefacta se descompone para regocijo del público. Durante la noche los maestros pasan lista mientras pasean entre las filas de pupitres blandiendo sus reglas amenazantes. Un aviso, dos avisos, tres avisos... un terrible chasquido cruza el aire y se estrella contra una carnosa y rosada mano. Una lágrima se escapa y recorre un gesto que trata de ocultar la crispación y el dolor. El odio acaba de clavar sus garras en un corazón todavía demasiado tierno; y chupa como una sanguijuela el alma de ese ser infantil y primario.

Desde la última luz, las escenas se suceden una tras otra. Todos los recuerdos desde los más primigenios hasta los más recientes. En una rigurosa procesión cronológica. Se convierte en un desfile impúdico de cada uno de nuestros errores y nuestras infamias. Aquellas que han sembrado de sombras cada uno de los rincones de nuestros corazones. Son los puntos oscuros que se propagan a través de las conexiones neuronales hasta cegar cualquier otro vestigio de razón posible. En una tarde fría y ventosa, un camino se aleja diseccionando un campo yermo e infinito. Los tonos grises de un cielo borrascoso tiñen los ocres de la tierra manchando la paleta del pintor. Una silueta se pierde en el camino diciendo adiós para siempre. La lágrima se convierte en la consecuencia de un aire seco y helado. La silueta se pierde para siempre en las tinieblas de una tormenta no demasiado lejana. En su mente apostaba que aquella despedida no significaba el fin. La noche le recordó que su mente se había equivocado rotundamente.

La oscuridad total se convierte en un gris que adquiere diversas tonalidades. Las siluetas consiguen formas borrosas y se dibujan sobre fondos plateados. En medio de un bosque incomprensible de pensamientos sin sentido, un alarido cruel sacude todo el mundo desbocando un acantilado de laberintos repletos de atajos. Es una llamada extraña sin localizar que hace retumbar los cimientos del sueño. La amenaza de la relajación placentera, de la noche despejada, se ha perdido en un grito agudo y ensordecedor. Las piernas se agitan violentamente mientras los ojos se abren con fiereza para tratar de mantenerse a flote en algún sentido todavía vivo.

Los especialistas médicos habían diagnosticado sin contemplaciones la enfermedad. Se trataba de un simple y anecdótico trastorno médico. El paciente fue situado frente a una blanca pared. Los hombros rectos y la mirada al frente. Sólo faltaba un bigotudo oficial sable en mano ordenando al pelotón abrir fuego. Una salva incendiaria de balas de acero directas a destrozar, todas a una, un rojizo corazón. El médico enarboló con orgullo una pluma plateada. Excelente calidad que podría convertirse en indicativo de los cuantiosos emolumentos del señor facultativo. Quizá compaginaba una clínica privada, esmeradamente atendida, con sus obligaciones públicas. Paseó la estilográfica de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Ordenó al paciente que siguiese la pluma con los ojos, inmóvil el cuerpo contra la pared blanca. Un trastorno mental transitorio y leve fue el diagnóstico. El remedio, una panacea de pastillas de excesivo precio. Llegada la noche, el paciente se recostó en su
cama. Sus ojos, nerviosos y vivos como nunca, se clavaron en el oscuro techo de su habitación. Si los cerraba y se dejaba vencer por el sueño, su corazón se quedaría parado. Su vida fulminada sin ni siquiera haber sido consciente.

La noche se ha convertido en un lienzo infinito. Un campo donde un viejo desdentado y ciego devora ansiosamente los restos putrefactos de un antiguo festín. Ancianas desnudas, con sus cuerpos colgantes y flácidos, bailan extrañas canciones mientras se besan con pasión y escupen sin reparos su excitación antigua y carcomida. El sueño vence en medio de un remolino tempestuoso que se hunde en las profundidades del mar. El cansancio se convierte en un peso insufrible. El sueño protagoniza un bálsamo reparador. Debe ser lo más parecido a la última sensación de alivio que acompaña a la muerte.

Benjamin Redneck 

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