Dentro
de los estudios culturales, y más en concreto en ese campo del saber difuso que
es la antropología socio – cultural, el fenómeno del canibalismo se ha
estudiado con avidez. Como bien recordaba en un reciente libro divulgativo Fernando
Diez Martín (Breve historia de los
neandertales), esta cuestión, junto a la del incesto, constituye uno de
los principales tabúes de nuestra sociedad occidental. Las relaciones íntimas
entre miembros de la misma familia implican una de las prohibiciones más
arraigadas en nuestra mentalidad judeo – cristiana y, quizás, una posible
explicación resida en un mecanismo que nos aleje de las tentaciones de las
carnes demasiado familiares y así evitar problemas degenerativos. Esta cuestión
queda sobradamente demostrada sólo con referirnos al desdichado Carlos II, el Hechizado, y su porte triste y lánguido
que paseaba por palacio en un cuerpo marchito llamado a desaparecer de este
mundo sin descendencia digna. Pero la prohibición del incesto es un hecho mucho
más generalizado que la antropofagia.
Se
puede explicar el canibalismo desde dos ópticas muy diferentes: la primera
alude a un tipo de antropofagia ritual relacionada con determinados sistemas de
creencias; y existe otra, la meramente alimentaria, relacionada con el consumo ineludible
de unas proteínas que, quizás, los seres humanos no pueden proveerse por otros
medios. Sería abundante la lista de la mucha literatura etnográfica que se ha
escrito documentando estas actividades, en principio, tan propias en la naturaleza. Existen
tribus en el Amazonas que incluyen entre sus ceremonias el consumo ritual del
otro, a veces con elaboradas recetas cuya simple descripción nos revolvería el
estómago. En Papúa – Nueva Guinea, una zona ambientalmente muy hostil, es más
que habitual un canibalismo que, en principio, se explicaba como asunto ritual
y que, sin embargo, habría que poner más en relación con el aporte proteínico
básico en un medio en el que no abunda el componente cárnico en la dieta.
El
registro arqueológico ha sido fructífero al aportar datos que evidencian la
práctica del canibalismo. Atapuerca, Capilla Sixtina de la paleoantropología
moderna, nos ha proporcionado los datos más antiguos respecto a estas
prácticas. Los restos óseos de Homo
Heidelbergensis hallados muestran la presencia de determinadas marcas de
corte que confirmarían que habían formado parte del menú de algún congénere
(sin poder especificar si era con intención ritual o simplemente alimentaria).
Lo mismo sucede con los neandertales… Hasta los simpáticos chimpancés, llegados
el caso, pueden comerse a alguno de los suyos.
La
evidencia arqueológica ha demostrado que el recurso al canibalismo, sin poder
especificar cuál es su motivo, es una constante de la especie humana desde sus
más tiernos orígenes. La comparación cultural nos remite a la existencia de la
antropofagia como una práctica mucho más extendida de lo considerado por las
mentes occidentales para las que comerse al prójimo constituye una aberración
intolerable asociada al comportamiento de individuos con sus facultades
mentales claramente perturbadas.
Una
vez demostrada la existencia y lo común del canibalismo, el interrogante que
nos planteamos incide en cómo ha sido su evolución y cuál ha sido su mecanismo
de adaptación a la modernidad.
Nuestra
sociedad, cuya base cultural ha sabido aunar una curiosa mezcla de aquellos
elementos con los que se ha ido topando en su acontecer histórico, ha desarrollado
unas formas culturales muy peculiares basadas en términos de una cierta
abstracción pero en los que juega un papel vital la mercadotecnia. La imagen constituye uno de los elementos definitorios del
tardocapitalismo postindustrial del siglo XXI. Por eso, el canibalismo en su
versión más animal es cuestión que se demonizado. Sin embargo, su versión más
natural se ha tergiversado, como se suele hacer con otros muchos conceptos,
hasta transmutarlo en un aspecto aceptable a ojos de la sociedad. De esta
manera, el canibalismo ha evolucionado perdiendo su aspecto más matérico
(comerse al compañero) pero ha mantenido su esencia: alimentarse del otro
mediante su explotación hasta no dejar ni los huesos. Eso sí: la intención, ni
mucho menos, ni es ritual ni por supervivencia alimentaria; es simplemente por
una codicia totalmente perniciosa (sobre todo para el consumido).
Luis
Pérez Armiño
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