domingo, 21 de octubre de 2012

El menú de la casa (y de postre… el vecino)



Dentro de los estudios culturales, y más en concreto en ese campo del saber difuso que es la antropología socio – cultural, el fenómeno del canibalismo se ha estudiado con avidez. Como bien recordaba en un reciente libro divulgativo Fernando Diez Martín (Breve historia de los neandertales), esta cuestión, junto a la del incesto, constituye uno de los principales tabúes de nuestra sociedad occidental. Las relaciones íntimas entre miembros de la misma familia implican una de las prohibiciones más arraigadas en nuestra mentalidad judeo – cristiana y, quizás, una posible explicación resida en un mecanismo que nos aleje de las tentaciones de las carnes demasiado familiares y así evitar problemas degenerativos. Esta cuestión queda sobradamente demostrada sólo con referirnos al desdichado Carlos II, el Hechizado, y su porte triste y lánguido que paseaba por palacio en un cuerpo marchito llamado a desaparecer de este mundo sin descendencia digna. Pero la prohibición del incesto es un hecho mucho más generalizado que la antropofagia.

Se puede explicar el canibalismo desde dos ópticas muy diferentes: la primera alude a un tipo de antropofagia ritual relacionada con determinados sistemas de creencias; y existe otra, la meramente alimentaria, relacionada con el consumo ineludible de unas proteínas que, quizás, los seres humanos no pueden proveerse por otros medios. Sería abundante la lista de la mucha literatura etnográfica que se ha escrito documentando estas actividades, en principio, tan propias en la naturaleza. Existen tribus en el Amazonas que incluyen entre sus ceremonias el consumo ritual del otro, a veces con elaboradas recetas cuya simple descripción nos revolvería el estómago. En Papúa – Nueva Guinea, una zona ambientalmente muy hostil, es más que habitual un canibalismo que, en principio, se explicaba como asunto ritual y que, sin embargo, habría que poner más en relación con el aporte proteínico básico en un medio en el que no abunda el componente cárnico en la dieta.  

El registro arqueológico ha sido fructífero al aportar datos que evidencian la práctica del canibalismo. Atapuerca, Capilla Sixtina de la paleoantropología moderna, nos ha proporcionado los datos más antiguos respecto a estas prácticas. Los restos óseos de Homo Heidelbergensis hallados muestran la presencia de determinadas marcas de corte que confirmarían que habían formado parte del menú de algún congénere (sin poder especificar si era con intención ritual o simplemente alimentaria). Lo mismo sucede con los neandertales… Hasta los simpáticos chimpancés, llegados el caso, pueden comerse a alguno de los suyos.

La evidencia arqueológica ha demostrado que el recurso al canibalismo, sin poder especificar cuál es su motivo, es una constante de la especie humana desde sus más tiernos orígenes. La comparación cultural nos remite a la existencia de la antropofagia como una práctica mucho más extendida de lo considerado por las mentes occidentales para las que comerse al prójimo constituye una aberración intolerable asociada al comportamiento de individuos con sus facultades mentales claramente perturbadas.


Una vez demostrada la existencia y lo común del canibalismo, el interrogante que nos planteamos incide en cómo ha sido su evolución y cuál ha sido su mecanismo de adaptación a la modernidad.

Nuestra sociedad, cuya base cultural ha sabido aunar una curiosa mezcla de aquellos elementos con los que se ha ido topando en su acontecer histórico, ha desarrollado unas formas culturales muy peculiares basadas en términos de una cierta abstracción pero en los que juega un papel vital la mercadotecnia. La imagen constituye uno de los elementos definitorios del tardocapitalismo postindustrial del siglo XXI. Por eso, el canibalismo en su versión más animal es cuestión que se demonizado. Sin embargo, su versión más natural se ha tergiversado, como se suele hacer con otros muchos conceptos, hasta transmutarlo en un aspecto aceptable a ojos de la sociedad. De esta manera, el canibalismo ha evolucionado perdiendo su aspecto más matérico (comerse al compañero) pero ha mantenido su esencia: alimentarse del otro mediante su explotación hasta no dejar ni los huesos. Eso sí: la intención, ni mucho menos, ni es ritual ni por supervivencia alimentaria; es simplemente por una codicia totalmente perniciosa (sobre todo para el consumido).

Luis Pérez Armiño

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