domingo, 7 de octubre de 2012

Historia de un cosaco mongol



El 23 de junio de 1812, pese a los sabios dictámenes de sus generales que desaconsejaban la invasión, Napoleón irrumpió en las interminables estepas rusas con el objetivo de derrotar a su nuevo enemigo, el zar Alejandro I, antes aliado mediante el acuerdo alcanzado en el Congreso de Erfurt en 1811 y que las tensiones posteriores convirtieron en papel mojado. Las tropas imperiales no encontraban resistencia a su paso y los ejércitos del Zar se veían incapaces para frenar la brutal embestida de los aguerridos y curtidos ejércitos franceses. La única táctica defensiva posible, debido a las peculiaridades geográficas rusas, era la de la tierra quemada a la espera del General Invierno. Los soldados franceses no hacían más que descubrir desolación en cada uno de sus avances. Finalmente, Napoleón pudo brindar en un Moscú consumido por las llamas y abandonado, desolado y solitario. Tras un mes de estancia, el emperador abandonó la capital iniciando una de las retiradas más apresuradas, tristes y dramáticas de la historia militar.

Las tropas rusas se lanzaron a la persecución implacable y cruel de los jirones desastrados de la Grande Armée, diezmado por el terrorífico frío de las estepas rusas. Se estima que la campaña costó al emperador más de medio millón de bajas entre los caídos en combate y los soldados que perecieron congelados y cuyos cuerpos fueron condenados al frío eterno. En la retina de la soldadesca francesa, antes triunfal y victoriosa, se debieron grabar las imágenes de los compañeros ateridos agonizando en la nieve, sin equipamiento invernal, y la furia de los jinetes rusos, de los salvajes cosacos llegados del lejano oriente donde el hielo es perpetuo, hostigando a los moribundos y a los rezagados; ensañándose con sus cuerpos débiles y agotados, torturando los escasos restos de lo que en su día fue el ejército que doblegó a Europa.

Entre la caballería cosaca, un joven mongol había sido apartado de su familia tiempo atrás. Las obligaciones militares que le exigían aquellos señores, amos de su destino, nobles ligados al Zar, incluían la rapiña y la caza sin cuartel de aquellos extraños hombres vestidos de azul que decían venir de tierras soleadas y amables, generosas en sus campos y brillantes y luminosas en sus ciudades. Durante meses cabalgó su pequeño caballo sable en mano pasando a cuchillo a rezagados y demás migajas que se iban desprendiendo de la larga columna francesa que huía a toda prisa de suelo ruso; degollando a moribundos que quedaban confiados a la suerte de los caminos; fusilando a mujeres y niños que eran acusados de colaborar con el invasor. Y desarrollaba toda esa actividad incesante y estresante bajo unas condiciones miserables y paupérrimas. Sólo la costumbre y el hábito a lo inhóspito del clima estepario hacían resistir ese ritmo bélico y cruel a nuestro jinete mongol. De hecho, llegó a cruzar las fronteras de ese vasto imperio al que le obligaban a servir, internándose en campos verdes y bosques frondosos habitados por lenguas extrañas, persiguiendo incansable a los hombres del emperador francés.

Pero la salud de nuestro joven jinete perseguidor iba de mal en peor… los problemas nutricionales y el agotamiento degeneraron en un raquitismo cada vez más acusado. La enfermedad había deformado sus huesos, provocando un extraño abultamiento de su toro supraorbital que otorgaba una peculiar morfología a su cráneo deformándolo; las piernas se le habían arqueado ostensiblemente, sin duda por las jornadas interminables a lomo de su preciado caballo; el jinete era pasto terrible del dolor, cada hueso era un interminable sufrimiento y su robusto cuerpo era un auténtico valle de lágrimas. El padecimiento y la locura le llevaron a abandonar su unidad militar en un rico valle prusiano. En un momento de relajación de todos sus compañeros y de los mandos, decidió montar su cabalgadura y huir. Sin embargo, su dolencia era insufrible. En su apresurada huida llegó a caer de la montura. Con los mayores tormentos en cada uno de sus huesos, consiguió arrastrarse a agarrándose fieramente a la vida. Ascendió penosamente, entre dolores, veintes metros de pared y, finalmente, tras lenta y sufrida agonía, expiraba al abrigo de una cueva conocida como de Feldhofer. Fin de nuestro cosaco.

Dedicado a August Franz Mayer (1787 – 1865)

Luis Pérez Armiño

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