El
23 de junio de 1812, pese a los sabios dictámenes de sus generales que
desaconsejaban la invasión, Napoleón irrumpió en las interminables estepas
rusas con el objetivo de derrotar a su nuevo enemigo, el zar Alejandro I, antes
aliado mediante el acuerdo alcanzado en el Congreso de Erfurt en 1811 y que las
tensiones posteriores convirtieron en papel mojado. Las tropas imperiales no
encontraban resistencia a su paso y los ejércitos del Zar se veían incapaces
para frenar la brutal embestida de los aguerridos y curtidos ejércitos
franceses. La única táctica defensiva posible, debido a las peculiaridades
geográficas rusas, era la de la tierra quemada a la espera del General Invierno. Los soldados franceses
no hacían más que descubrir desolación en cada uno de sus avances. Finalmente,
Napoleón pudo brindar en un Moscú consumido por las llamas y abandonado,
desolado y solitario. Tras un mes de estancia, el emperador abandonó la capital
iniciando una de las retiradas más apresuradas, tristes y dramáticas de la
historia militar.
Las
tropas rusas se lanzaron a la persecución implacable y cruel de los jirones
desastrados de la Grande Armée, diezmado
por el terrorífico frío de las estepas rusas. Se estima que la campaña costó al
emperador más de medio millón de bajas entre los caídos en combate y los
soldados que perecieron congelados y cuyos cuerpos fueron condenados al frío
eterno. En la retina de la soldadesca francesa, antes triunfal y victoriosa, se
debieron grabar las imágenes de los compañeros ateridos agonizando en la nieve,
sin equipamiento invernal, y la furia de los jinetes rusos, de los salvajes
cosacos llegados del lejano oriente donde el hielo es perpetuo, hostigando a
los moribundos y a los rezagados; ensañándose con sus cuerpos débiles y
agotados, torturando los escasos restos de lo que en su día fue el ejército que
doblegó a Europa.
Entre
la caballería cosaca, un joven mongol había sido apartado de su familia tiempo
atrás. Las obligaciones militares que le exigían aquellos señores, amos de su
destino, nobles ligados al Zar, incluían la rapiña y la caza sin cuartel de
aquellos extraños hombres vestidos de azul que decían venir de tierras soleadas
y amables, generosas en sus campos y brillantes y luminosas en sus ciudades. Durante
meses cabalgó su pequeño caballo sable en mano pasando a cuchillo a rezagados y
demás migajas que se iban desprendiendo de la larga columna francesa que huía a
toda prisa de suelo ruso; degollando a moribundos que quedaban confiados a la
suerte de los caminos; fusilando a mujeres y niños que eran acusados de
colaborar con el invasor. Y desarrollaba toda esa actividad incesante y
estresante bajo unas condiciones miserables y paupérrimas. Sólo la costumbre y
el hábito a lo inhóspito del clima estepario hacían resistir ese ritmo bélico y
cruel a nuestro jinete mongol. De hecho, llegó a cruzar las fronteras de ese
vasto imperio al que le obligaban a servir, internándose en campos verdes y
bosques frondosos habitados por lenguas extrañas, persiguiendo incansable a los
hombres del emperador francés.
Pero
la salud de nuestro joven jinete perseguidor iba de mal en peor… los problemas
nutricionales y el agotamiento degeneraron en un raquitismo cada vez más
acusado. La enfermedad había deformado sus huesos, provocando un extraño
abultamiento de su toro supraorbital que otorgaba una peculiar morfología a su
cráneo deformándolo; las piernas se le habían arqueado ostensiblemente, sin
duda por las jornadas interminables a lomo de su preciado caballo; el jinete
era pasto terrible del dolor, cada hueso era un interminable sufrimiento y su
robusto cuerpo era un auténtico valle de lágrimas. El padecimiento y la locura
le llevaron a abandonar su unidad militar en un rico valle prusiano. En un
momento de relajación de todos sus compañeros y de los mandos, decidió montar
su cabalgadura y huir. Sin embargo, su dolencia era insufrible. En su
apresurada huida llegó a caer de la montura. Con los mayores tormentos en cada uno de
sus huesos, consiguió arrastrarse a agarrándose fieramente a la vida. Ascendió
penosamente, entre dolores, veintes metros de pared y, finalmente, tras lenta y
sufrida agonía, expiraba al abrigo de una cueva conocida como de Feldhofer. Fin de nuestro cosaco.
Dedicado
a August Franz Mayer (1787 – 1865)
Luis
Pérez Armiño
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