Contaba Afrodita con un hermoso hijo de nombre Himeneo. Se
le representaba entre los mortales como un joven elegantemente vestido que
portaba en su mano derecha una antorcha y adornaba su cabeza con una
impresionante corona de rosas. Deslumbraba la divinidad con su aspecto a todo
aquel que tenía la oportunidad de observarle y nadie dudaba de que fuese vástago de
Afrodita.
Se encargaba Himeneo de presidir los desposorios y las celebraciones nupciales. Y lógica era tal elección, pues no habría entre
los inmortales mejor embajador que pudiese bendecir el amor entre un hombre y
una mujer. Así era reconocido por los mortales que le agasajaban el día de los
desposorios con cánticos y poemas que ensalzaban su figura y rogaban para que
nunca muriese el amor y la dicha entre los enamorados.
Era por lo tanto Himeneo un dios cercano a los hombres y a sus
sentimientos, comprensivo con el mortal y bienhechor de la humanidad. Pero sí
había un pequeño detalle que había que tener presente al ofrecerle las ofrendas. En los sacrificios que se celebraban en su honor, se cuidaban muy mucho los devotos de apartar
la hiel y arrojarla bien lejos. De no hacerse de esta forma y permitirse que la hiel ardiera con el resto del animal, la paz de la pareja
quedaría quebrantada y las querellas y malas palabras se apoderarían de la armonía
conyugal. Los desaires tomarían el lugar de las bellos gestos y la
infelicidad sería quien guiara el destino de la pareja.
No es Himeneo dios que guste del castigo, mas si con hiel le
obsequias con hiel te recibe.
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