Allá, según dicen muchos, por la Magna Grecia, en uno de los
innumerables poros que en esa zona asolan la dermis de Gea, se halla el paso que
separa el mundo de los vivos y de los muertos. Según comentan es un acceso
frio, tenebroso y lóbrego, al que los hombres llaman el Averno. Aquel mortal
que traspase la entrada atendiendo a la lógica no habría de retornar, pues su
ciclo habría sido completado, mas cuentan los viejos que algunos mortales se
adentraron en el mundo tenebroso y con vida retornaron. Héroes eran, pues no
existe explicación lógica que burle la férrea vigilancia de las criaturas de la
noche. Ninguno de los osados se aventuró a proclamar condescendientes palabras
del tétrico lugar.
Si Zeus reina en los luminosos cielos y Poseidón en las
cristalinas aguas, Hades hace lo propio en la penumbra. Hizo de la sombra su
morada y de la muerte su reino. Tanto tiempo pasó en las oscuras entrañas que
se confundió con el entorno y asumió su macabra esencia. Es odiado y temido por
los por vivos, sufrido y tolerado por los finados. Celaba su reino con pasión,
castigando con contundencia a aquellos que querían birlar el destino y a los
que intentaban regresar al pasado.
Dicen que un gélido vacío escolta el tétrico camino que se adentra
en el Averno. Hermes, heraldo de los dioses, guía las almas hasta allá a los
limes de la inmensa ciénaga. No pueden ya oler los descarnados visitantes el
fétido hedor, la húmeda podredumbre, mas no es necesario pues bien puede
percibirse. El sonido sepulcral tan solo se ve interrumpido por el suave
golpear de las aguas contra la dura superficie. Una silueta se vislumbra en
cercanía, oculta todavía por la densa neblina que surge de las aguas provocada
por la desmesurada temperatura. Lenta y cadenciosamente se acerca en una
barcaza que maneja a un solo remo. Cuando al fin, tras un breve momento que
parece eterno a los que esperan, golpea con suavidad la barca contra unos
maderos desechos y enmohecidos y predispuestos de tal forma que parece
entenderse que aquello algún día fue un embarcadero. Alza el remo el hético
barquero dando paso a los resignados tripulantes. Antes de saltar a la barca
depositan un óbolo en las huesudas manos del maldito y silenciosamente ocupan
su lugar. No es caritativo Caronte y aquel que no posea el óbolo, vagará en
pena. Algunos aseguran que pasados cien años se apiada de los compungidos
desterrados y les embarca. Completado el pasaje, pone rumbo con la misma calma
a la otra orilla de Aqueronte. Allí espera el juicio sobre las acciones en
vida.
Componen la enorme ciénaga cinco ríos: el Estigia, conocido como
el río del odio, el Flejetonte o río de fuego, el Lete, al que se le atribuía
el olvido, el Cocito, que atendía a las lamentaciones, y el Aqueronte, el río
de la aflicción. Llegados a la otra orilla se atraviesa las puertas del
Infierno, custodiadas por el maléfico Cancerbero, perro monstruoso de tres
cabezas. Adentrándose en el vasto reino de Hades esperaba el contundente
Tribunal que decidiría la suerte que habrían de correr las almas. Este estaba
compuesto por el legendario Minos, rey de Creta, Radamantis, gran jurista
hermano del primero, y Éaco, rey de Egina y hombre justo y ecuánime. No había
conflicto en las decisiones; Minos tenía la última voluntad. Así obrase el
hombre en vida, habría de ver la eternidad. Aquellos cuya maldad fuese puesta
de manifiesto, tragados serían por Tártaro. Los Campos Elíseos estaban
destinados a hombres justos, gentes de bien y nobles guerreros, el más amable
de los infiernos. La mediocridad se pagaba vagando por los campos de Asfódelos.
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