jueves, 11 de octubre de 2012

Los reinos de Hades



Allá, según dicen muchos, por la Magna Grecia, en uno de los innumerables poros que en esa zona asolan la dermis de Gea, se halla el paso que separa el mundo de los vivos y de los muertos. Según comentan es un acceso frio, tenebroso y lóbrego, al que los hombres llaman el Averno. Aquel mortal que traspase la entrada atendiendo a la lógica no habría de retornar, pues su ciclo habría sido completado, mas cuentan los viejos que algunos mortales se adentraron en el mundo tenebroso y con vida retornaron. Héroes eran, pues no existe explicación lógica que burle la férrea vigilancia de las criaturas de la noche. Ninguno de los osados se aventuró a proclamar condescendientes palabras del tétrico lugar.
Si Zeus reina en los luminosos cielos y Poseidón en las cristalinas aguas, Hades hace lo propio en la penumbra. Hizo de la sombra su morada y de la muerte su reino. Tanto tiempo pasó en las oscuras entrañas que se confundió con el entorno y asumió su macabra esencia. Es odiado y temido por los por vivos, sufrido y tolerado por los finados. Celaba su reino con pasión, castigando con contundencia a aquellos que querían birlar el destino y a los que intentaban regresar al pasado.
Dicen que un gélido vacío escolta el tétrico camino que se adentra en el Averno. Hermes, heraldo de los dioses, guía las almas hasta allá a los limes de la inmensa ciénaga. No pueden ya oler los descarnados visitantes el fétido hedor, la húmeda podredumbre, mas no es necesario pues bien puede percibirse. El sonido sepulcral tan solo se ve interrumpido por el suave golpear de las aguas contra la dura superficie. Una silueta se vislumbra en cercanía, oculta todavía por la densa neblina que surge de las aguas provocada por la desmesurada temperatura. Lenta y cadenciosamente se acerca en una barcaza que maneja a un solo remo. Cuando al fin, tras un breve momento que parece eterno a los que esperan, golpea con suavidad la barca contra unos maderos desechos y enmohecidos y predispuestos de tal forma que parece entenderse que aquello algún día fue un embarcadero. Alza el remo el hético barquero dando paso a los resignados tripulantes. Antes de saltar a la barca depositan un óbolo en las huesudas manos del maldito y silenciosamente ocupan su lugar. No es caritativo Caronte y aquel que no posea el óbolo, vagará en pena. Algunos aseguran que pasados cien años se apiada de los compungidos desterrados y les embarca. Completado el pasaje, pone rumbo con la misma calma a la otra orilla de Aqueronte. Allí espera el juicio sobre las acciones en vida.
Componen la enorme ciénaga cinco ríos: el Estigia, conocido como el río del odio, el Flejetonte o río de fuego, el Lete, al que se le atribuía el olvido, el Cocito, que atendía a las lamentaciones, y el Aqueronte, el río de la aflicción. Llegados a la otra orilla se atraviesa las puertas del Infierno, custodiadas por el maléfico Cancerbero, perro monstruoso de tres cabezas. Adentrándose en el vasto reino de Hades esperaba el contundente Tribunal que decidiría la suerte que habrían de correr las almas. Este estaba compuesto por el legendario Minos, rey de Creta, Radamantis, gran jurista hermano del primero, y Éaco, rey de Egina y hombre justo y ecuánime. No había conflicto en las decisiones; Minos tenía la última voluntad. Así obrase el hombre en vida, habría de ver la eternidad. Aquellos cuya maldad fuese puesta de manifiesto, tragados serían por Tártaro. Los Campos Elíseos estaban destinados a hombres justos, gentes de bien y nobles guerreros, el más amable de los infiernos. La mediocridad se pagaba vagando por los campos de Asfódelos.

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