Una
partida de caza es un asunto peligroso. Hay que manejar con gran precaución las
armas y prever las posibles incidencias derivadas de su uso alocado e
inconsciente. El saber popular ya lo tenía en cuenta cuando afirmaba con gran
razón aquello de “…las armas las carga el
diablo”, frase que ha acompañado tantas infancias tuteladas por previsoras
madres. La historia está repleta de momentos fatídicos derivados de la
actividad cinegética. Incluso, podríamos hacer un breve y somero repaso a la
trayectoria de nuestra querida dinastía reinante para comprobar la peligrosidad
del armamento en las manos inapropiadas y en el momento justo. La caza se ha
convertido en muchas ocasiones a lo largo del relato histórico en el ocasión
oportuna para dirimir altas cuestiones políticas y dinásticas demostrando
aquella afirmación tan bella como cierta de “Homo homini lupus est”, latinejo debido a Plauto muy propio de
antiguas lecciones escolares que podría traducirse por “el hombre es un lobo para el hombre”.
La
peligrosidad cinegética es una constante. De hecho, si ahora el peligro se
traduce en la escasa pericia del compañero de caza, en la antigüedad los
riesgos derivaban de la propia bestia a la que se pretendía dar caza. La cueva
de Shanidar, en el actual Irán, nos ha dejado un importante vestigio de los
sufrimientos y penalidades que nuestros antepasados debían sufrir para llevarse
un insignificante trozo de mamut, uro o lo que fuese, a la boca.
Dentro
de toda la riqueza arqueológica que ha deparado la cueva, la exhumación de un
enterramiento particular ha despertado un acalorado interés. No tanto por la
demostración más que evidente de la capacidad simbólica de esos parientes
lejanos que se han perdido en el inexorable tiempo bajo la acuciante crueldad
de la naturaleza y sus recurrentes extinciones. Más bien, toda la atención se
centra en el propio individuo enterrado.
¡Estamos
ante el primer gafe y desgraciado demostrado científicamente de la historia!
Según los análisis efectuados sobre los restos óseos, este pobre neandertal
responde a lo que en la actualidad consideraríamos como un verdadero
piltrafilla. Probablemente sufriría una sordera considerable; para más inri,
por algún motivo extraño, quizás una peligrosa partida de caza, había recibido un
brutal golpe en la cabeza que le había deformado el rostro; esta cuestión tan
antiestética no tendría mayor importancia que la repugnancia, en mayor o menor
grado, que causaría a sus vecinos y compañeros si no fuese porque además le
provocó la perdida de la visión en un ojo; pero además, producto del brutal
golpe, su cerebro se vio afectado, lo que le provocó la atrofia de toda la
parte derecha de su cuerpo con un brazo inutilizado y una pierna renqueante; los
huesos de su pierna mostraban una dolorosa ruptura múltiple; por último, y por
no ensañarnos más con este pobre individuo, se le amputó el brazo a la altura
del codo. En definitiva, estaba hecho todo un cromo. Continuando con los
resultados de las investigaciones realizadas con motivos de este fascinante
descubrimiento, los arqueólogos consideran que el individuo en cuestión
falleció con 40 años, edad muy avanzada para el momento, y habría contribuido a
su grupo mediante el trabajo de pieles o alguna actividad similar, incapacitado
como estaba para la caza.
Sin
embargo, en toda esta historia lo más sorprendente es que un individuo
incapacitado, escasamente productivo, al menos en aquellas tareas de más
enjundia y complejidad, las que aportaban mayores recursos al grupo, haya
podido sobrevivir. Todos los investigadores parecen estar de acuerdo en que
funcionaría algún sistema o mecanismo de solidaridad grupal que permitiría
mantener a nuestro personaje y asegurarle una larga existencia. Una curiosa
lección extraída hace miles de años que hoy nos quieren hacer creer cada vez
más lejana.
Luis
Pérez Armiño
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