Cuáles son los horrores
que habremos de pagar por nuestra propia inmundicia. Cómo pagaremos la afrenta
humana, aquellas horribles acciones que el humano inflige a su prójimo. Amamos, sentimos ternura, compasión, caridad
y sin embargo ¿seremos recordados por la monstruosidad de nuestros actos? Y,
ahora, aquellos que nos enseñaron a ser así nos juzgan por sus pecados que los
hacen nuestros y nos condenan con el peor de todos los castigos, el anonimato
eterno. Ese será el pago por la afrenta que nombran como infamia.
Durante mis viajes por la Jonia, Grecia y la Magna Grecia pude
percatarme de una cuestión que me llamó la atención. En la mayoría de las
experiencias que tuve en mi búsqueda de la verdad encontré un nexo común y
extraño. A pesar de que prácticamente nadie sabía a ciencia cierta lo que allí
sucedió, todos apuntaban a la guerra de Troya como el origen del mal. Ese enfrentamiento
cambió sin duda la suerte de la humanidad. La destrucción de Troya marcó un
hito, significó un antes y un después. Nadie como Apolo sintió la muerte de
Héctor, príncipe de Troya, y valiente guerrero. De la misma forma la
destrucción de su ciudad protegida conmocionó a la deidad.
La despiadada lucha que mantuvieron aqueos y troyanos fue desde un
principio injusta. La intervención divina en el conflicto significó el fin de
la ciudad de los altos muros. El propio enfrentamiento entre los dos héroes
rivales, el Pelida Aquiles, héroe griego, y Héctor, domador de caballos y
heredero de Troya, nunca fue ecuánime. Ya de por sí Aquiles era hijo de una
ninfa, Tetis. En el duelo que mantuvieron Aquiles y Héctor, Zeus privó al
troyano de su protector, Apolo, mientras que Aquiles siguió contando con
Atenea. Y fue la deidad decisiva en el combate, pues después de haber errado el
Pelida el lanzamiento de la pica, Atenea se la devolvió. La muerte de Héctor
significó el principio de los males del hombre.
Sin su héroe, la desaparición de Troya era cuestión de tiempo.
Cuando se consumó la destrucción de la ciudad un grupo de supervivientes,
acaudillados por Eneas, vagaron por el mundo hasta encontrar un sitio donde
establecerse, hasta que por fin el destino les condujo a la Magna Grecia. Años
después dos de sus descendientes fundarían la ciudad de Roma. Aquellos antiguos
troyanos se hicieron fuertes y ambiciosos y sometieron al resto de los pueblos
que les rodeaba. Con ello habían consumaron su venganza, pues los griegos
fueron uno de esos pueblos que sirvieron a la voluntad de Roma y rindieron
pleitesía a sus gobernantes.
Un nuevo poder desconocido hasta entonces se erigió. No podía
llamársele reino, pues su potestad era mucho mayor. Los reyes se doblegaban
ante Roma y sus territorios quedaban anexionados. Fue entonces cuando al líder
de Roma se le llamó Emperador, rey de reyes. Así vivieron por siglos los hijos
de Troya, en su nuevo hogar. Controlaban los designios del mundo conocido y no
había rival capaz de enfrentarse; los ejércitos de hoplitas, que ahora llamaban
legiones, eran temidos allá por donde pasaban. Pero el afán de oro y riqueza
les corrompió y se volvieron decadentes. Su poder era tal que ni miedo sentían
por el inmortal. Se creían invulnerables, pero descuidaron esa virtud. Dejaron
de rezar a los dioses, de agasajarles y les condenaron al olvido. Acabaron
convirtiéndose en seres despreocupados y confiados. Infravaloraron al enemigo y
se recrearon en su majestuosidad.
Tarde fue cuando quisieron darse cuenta del error, muy tarde.
Intentaron poner solución, pero la corrupción estaba demasiado avanzada. El
caos se fue adueñando de Roma y los sólidos pilares en los que se asentaba el
dominio romano fueron resquebrajándose. Todavía estaban dispuestos en el Olimpo
a perdonar la afrenta, esperaban que las ovejas descarriadas volvieran al
redil. Pero la desesperación del pueblo romano les llevó a adorar a un falso
ídolo que les prometía la eterna felicidad tras la muerte en contraposición a
la dura vida terrenal. Fue así como la injuria lanzada a Zeus marcó el destino
de la humanidad. Jamás perdonaría el Crónida la afrenta recibida por aquellos
que consideraba sus hijos. Había llegado el momento de ajustar cuentas con los
ingratos y esta vez no existiría la piedad.
Pero no fue tan categórico Apolo en su juicio. Sentía compasión
por el hombre, y más por aquellos que descendían de la noble Troya, ciudad que
siempre le mostró respeto y veneración. Pudo entender la debilidad del humano y
cómo busca el amparo en el recurso más fácil. Son los momentos difíciles los
que nublan la razón y conducen por el camino equivocado, de esto era consciente
el dios sol, y así se lo hizo saber a Zeus. Le habló de hijo a padre de piedad
y compresión. Era consciente Apolo del mal que había cometido el hombre y que
ahora lo refrendaba con el propio olvido de los dioses, pero le dijo a Zeus que
había una puerta a la esperanza, que en el interior del ser humano se
albergaban buenas intenciones y que solo había que inducirle a sacarlas. Mas
fue tajante Zeus en su negativa y añadió que mucho tiempo y amor había
malgastado en esa ingrata especie, era la hora de ajustar las cuentas. No
incidió Apolo en el tema pues conocía de sobra la obstinación de su progenitor,
pero un agrio sentimiento se albergó en su pecho.
Esta es la
conclusión que saco como cierta en base a mis conocimientos. Algo grande ha de
pasar, o será que la desesperación provoca que se oiga lo qué uno quiere oír.
Reflexiones de Letravio de Zingolo
No hay comentarios:
Publicar un comentario