martes, 23 de octubre de 2012

Los hijos de Troya



Cuáles son los horrores que habremos de pagar por nuestra propia inmundicia. Cómo pagaremos la afrenta humana, aquellas horribles acciones que el humano inflige a su prójimo.  Amamos, sentimos ternura, compasión, caridad y sin embargo ¿seremos recordados por la monstruosidad de nuestros actos? Y, ahora, aquellos que nos enseñaron a ser así nos juzgan por sus pecados que los hacen nuestros y nos condenan con el peor de todos los castigos, el anonimato eterno. Ese será el pago por la afrenta que nombran como infamia.


Durante mis viajes por la Jonia, Grecia y la Magna Grecia pude percatarme de una cuestión que me llamó la atención. En la mayoría de las experiencias que tuve en mi búsqueda de la verdad encontré un nexo común y extraño. A pesar de que prácticamente nadie sabía a ciencia cierta lo que allí sucedió, todos apuntaban a la guerra de Troya como el origen del mal. Ese enfrentamiento cambió sin duda la suerte de la humanidad. La destrucción de Troya marcó un hito, significó un antes y un después. Nadie como Apolo sintió la muerte de Héctor, príncipe de Troya, y valiente guerrero. De la misma forma la destrucción de su ciudad protegida conmocionó a la deidad.
La despiadada lucha que mantuvieron aqueos y troyanos fue desde un principio injusta. La intervención divina en el conflicto significó el fin de la ciudad de los altos muros. El propio enfrentamiento entre los dos héroes rivales, el Pelida Aquiles, héroe griego, y Héctor, domador de caballos y heredero de Troya, nunca fue ecuánime. Ya de por sí Aquiles era hijo de una ninfa, Tetis. En el duelo que mantuvieron Aquiles y Héctor, Zeus privó al troyano de su protector, Apolo, mientras que Aquiles siguió contando con Atenea. Y fue la deidad decisiva en el combate, pues después de haber errado el Pelida el lanzamiento de la pica, Atenea se la devolvió. La muerte de Héctor significó el principio de los males del hombre.
Sin su héroe, la desaparición de Troya era cuestión de tiempo. Cuando se consumó la destrucción de la ciudad un grupo de supervivientes, acaudillados por Eneas, vagaron por el mundo hasta encontrar un sitio donde establecerse, hasta que por fin el destino les condujo a la Magna Grecia. Años después dos de sus descendientes fundarían la ciudad de Roma. Aquellos antiguos troyanos se hicieron fuertes y ambiciosos y sometieron al resto de los pueblos que les rodeaba. Con ello habían consumaron su venganza, pues los griegos fueron uno de esos pueblos que sirvieron a la voluntad de Roma y rindieron pleitesía a sus gobernantes.
Un nuevo poder desconocido hasta entonces se erigió. No podía llamársele reino, pues su potestad era mucho mayor. Los reyes se doblegaban ante Roma y sus territorios quedaban anexionados. Fue entonces cuando al líder de Roma se le llamó Emperador, rey de reyes. Así vivieron por siglos los hijos de Troya, en su nuevo hogar. Controlaban los designios del mundo conocido y no había rival capaz de enfrentarse; los ejércitos de hoplitas, que ahora llamaban legiones, eran temidos allá por donde pasaban. Pero el afán de oro y riqueza les corrompió y se volvieron decadentes. Su poder era tal que ni miedo sentían por el inmortal. Se creían invulnerables, pero descuidaron esa virtud. Dejaron de rezar a los dioses, de agasajarles y les condenaron al olvido. Acabaron convirtiéndose en seres despreocupados y confiados. Infravaloraron al enemigo y se recrearon en su majestuosidad.
Tarde fue cuando quisieron darse cuenta del error, muy tarde. Intentaron poner solución, pero la corrupción estaba demasiado avanzada. El caos se fue adueñando de Roma y los sólidos pilares en los que se asentaba el dominio romano fueron resquebrajándose. Todavía estaban dispuestos en el Olimpo a perdonar la afrenta, esperaban que las ovejas descarriadas volvieran al redil. Pero la desesperación del pueblo romano les llevó a adorar a un falso ídolo que les prometía la eterna felicidad tras la muerte en contraposición a la dura vida terrenal. Fue así como la injuria lanzada a Zeus marcó el destino de la humanidad. Jamás perdonaría el Crónida la afrenta recibida por aquellos que consideraba sus hijos. Había llegado el momento de ajustar cuentas con los ingratos y esta vez no existiría la piedad.
Pero no fue tan categórico Apolo en su juicio. Sentía compasión por el hombre, y más por aquellos que descendían de la noble Troya, ciudad que siempre le mostró respeto y veneración. Pudo entender la debilidad del humano y cómo busca el amparo en el recurso más fácil. Son los momentos difíciles los que nublan la razón y conducen por el camino equivocado, de esto era consciente el dios sol, y así se lo hizo saber a Zeus. Le habló de hijo a padre de piedad y compresión. Era consciente Apolo del mal que había cometido el hombre y que ahora lo refrendaba con el propio olvido de los dioses, pero le dijo a Zeus que había una puerta a la esperanza, que en el interior del ser humano se albergaban buenas intenciones y que solo había que inducirle a sacarlas. Mas fue tajante Zeus en su negativa y añadió que mucho tiempo y amor había malgastado en esa ingrata especie, era la hora de ajustar las cuentas. No incidió Apolo en el tema pues conocía de sobra la obstinación de su progenitor, pero un agrio sentimiento se albergó en su pecho.

Esta es la conclusión que saco como cierta en base a mis conocimientos. Algo grande ha de pasar, o será que la desesperación provoca que se oiga lo qué uno quiere oír.


Reflexiones de Letravio de Zingolo


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