sábado, 20 de diciembre de 2014

El palacio en llamas

Y los ojos llorosos, ennegrecidos y mohosos, se cerraron dejando atrás un resplandor cobrizo que moría en sus entrañas. El aire espeso inundó sus pulmones y los diques de sus bronquios reventaron en una marea roja que llenó el estómago de espasmos y vómitos incontrolados. El cerebro se durmió. La masa blanquecina adquirió una consistencia pastosa y se deslizó con impunidad a través de sus orificios nasales.

Y sus restos se convirtieron en pasta de anticuarios y carroña de arqueólogos. Sus huesos se encerraron en vitrinas para divertimento del populacho que aplaudía con mirada bobalicona el fin infinito de aquel ser anónimo convertido en suciedad blanquecina a la luz de los focos. Su escenario, expresión mínima medida en centímetros cuadrados, fue compartido. Y solo los comienzos de semana significaron el descanso ante las miradas ajenas y los comentarios ignorantes sobre su propia naturaleza. La piqueta se clavó una triste mañana en lo más profundo de su cráneo pelado. Y el tiempo dejó que se oxidase en sus entrañas. Allí sucumbió.

El extraño ritual de las hojas en llamas marcaba alguna ceremonia de carácter circular. En extraños aspavientos, páginas escritas se retorcían bajo la felicidad purificadora del fuego. La alegría recorría la sala y cada uno de los rincones de los estantes buscando nuevos acólitos. Aquella orgía calorífica nunca debía finalizar. Combustible en riadas interminables alimentando unos depósitos nunca saciados. Y en medio, oficiando la ceremonia con un sermón siempre aprendido, un viejo brujo, de escasa barba y ojos blancos, rezaba y suplicaba perdón por sus pecados cometidos. El palacio decidió responder a sus súplicas y con un seco crujido, una viga de desplomó sobre la indefensa cabeza del anciano. Los ojos blancos fueron más blancos que nunca. Bajo la viga, un cráneo aplastado dejaba un reguero de sangre mientras las viejas carnes crepitaban lamidas por las llamas rojas del palacio.

Y la verdad os hará ciegos.

Próximo al retiro, hojeaba silencioso un periódico mientras desayunaba un café. De repente, una duda se hizo persistente: “¿Qué hacía cuando tenía veinte años?”. Por un instante, sintió lo más parecido a lo que creía que debía ser una angustia vital. No recordaba nada, lo más mínimo, de lo que hacía cuando era un joven de veinte años. Ansioso, recurrió a los servicios de una hemeroteca para ojear uno tras otro todos los periódicos correspondientes al año en que había cumplido la veintena. Pasados unos minutos, una noticia le recordó un momento muy preciso de su biografía. Un momento intrascendente, sin mayor importancia. Corría el año setenta y tres. Circulaba en taxi y por la ventanilla vio una obra en una calle anónima. Hizo un comentario al conductor. Por fin, recordó algo que había hecho a los veinte años: ir sentado en un taxi diciendo estupideces.

Una sonrisa miserable, mezquina y mediocre. Unos dientes ensombrecidos por el paso del tiempo. Unos labios escurridos y ajados, camuflados bajo un rojo intenso y brillante que enmarcaba las profundas arrugas de las comisuras de su boca. Y una carcajada interminable y estridente, maloliente y sudorosa. Algunos dientes conservaban con furia manchas del carmín. La misma muerte asomando por ese pozo inmundo y negro protegido por esos dientes ensombrecidos. La dentadura resiste las llamas y el calor. El cuerpo resumido en cenizas solo conserva como un tesoro una delicada y blanca dentadura. Siempre pensé que los dientes ardían y se consumían, se derretían bajo el peso del fuego y dejaban su triste huella en las mandíbulas descarnadas.

Benjamin Redneck 

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