Y los ojos llorosos, ennegrecidos y mohosos, se cerraron dejando
atrás un resplandor cobrizo que moría en sus entrañas. El aire espeso
inundó sus pulmones y los diques de sus bronquios reventaron en una
marea roja que llenó el estómago de espasmos y vómitos incontrolados. El
cerebro se durmió. La masa blanquecina adquirió una consistencia
pastosa y se deslizó con impunidad a través de sus orificios nasales.
Y
sus restos se convirtieron en pasta de anticuarios y carroña de
arqueólogos. Sus huesos se encerraron en vitrinas para divertimento del
populacho que aplaudía con mirada bobalicona el fin infinito de aquel
ser anónimo convertido en suciedad blanquecina a la luz de los focos. Su
escenario, expresión mínima medida en centímetros cuadrados, fue
compartido. Y solo los comienzos de semana significaron el descanso ante
las miradas ajenas y los comentarios ignorantes sobre su propia
naturaleza. La piqueta se clavó una triste mañana en lo más profundo de
su cráneo pelado. Y el tiempo dejó que se oxidase en sus entrañas. Allí
sucumbió.
El extraño ritual de las hojas en llamas
marcaba alguna ceremonia de carácter circular. En extraños aspavientos,
páginas escritas se retorcían bajo la felicidad purificadora del fuego.
La alegría recorría la sala y cada uno de los rincones de los estantes
buscando nuevos acólitos. Aquella orgía calorífica nunca debía
finalizar. Combustible en riadas interminables alimentando unos
depósitos nunca saciados. Y en medio, oficiando la ceremonia con un
sermón siempre aprendido, un viejo brujo, de escasa barba y ojos
blancos, rezaba y suplicaba perdón por sus pecados cometidos. El palacio
decidió responder a sus súplicas y con un seco crujido, una viga de
desplomó sobre la indefensa cabeza del anciano. Los ojos blancos fueron
más blancos que nunca. Bajo la viga, un cráneo aplastado dejaba un
reguero de sangre mientras las viejas carnes crepitaban lamidas por las
llamas rojas del palacio.
Y la verdad os hará ciegos.
Próximo
al retiro, hojeaba silencioso un periódico mientras desayunaba un café.
De repente, una duda se hizo persistente: “¿Qué hacía cuando tenía
veinte años?”. Por un instante, sintió lo más parecido a lo que creía
que debía ser una angustia vital. No recordaba nada, lo más mínimo, de
lo que hacía cuando era un joven de veinte años. Ansioso, recurrió a los
servicios de una hemeroteca para ojear uno tras otro todos los
periódicos correspondientes al año en que había cumplido la veintena.
Pasados unos minutos, una noticia le recordó un momento muy preciso de
su biografía. Un momento intrascendente, sin mayor importancia. Corría
el año setenta y tres. Circulaba en taxi y por la ventanilla vio una
obra en una calle anónima. Hizo un comentario al conductor. Por fin,
recordó algo que había hecho a los veinte años: ir sentado en un taxi
diciendo estupideces.
Una sonrisa miserable, mezquina y
mediocre. Unos dientes ensombrecidos por el paso del tiempo. Unos labios
escurridos y ajados, camuflados bajo un rojo intenso y brillante que
enmarcaba las profundas arrugas de las comisuras de su boca. Y
una carcajada interminable y estridente, maloliente y sudorosa. Algunos
dientes conservaban con furia manchas del carmín. La misma muerte
asomando por ese pozo inmundo y negro protegido por esos dientes
ensombrecidos. La dentadura resiste las llamas y el calor. El cuerpo
resumido en cenizas solo conserva como un tesoro una delicada y blanca
dentadura. Siempre pensé que los dientes ardían y se consumían, se
derretían bajo el peso del fuego y dejaban su triste huella en las
mandíbulas descarnadas.
Benjamin Redneck
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