Según
nos indica la RAE, la esperanza no es más que un simple sentimiento por el cual
creemos que algo que deseamos puede ser posible. No deja de ser irónico que si
seguimos lectura atenta del Diccionario poco después incluya la acepción
“alimentarse de esperanza” en relación a la acción de esperar que se cumpla lo
que queremos aunque, puntualiza, con poco fundamento. Es la riqueza del idioma
que nos permite tergiversar un término y banalizarlo hasta que conseguimos
emplearlo de forma totalmente contrario a lo que en su origen significa. La
esperanza, como sentimiento benefactor que no es más que simple estrategia de
supervivencia, convertido en una falsa ilusión que generaliza la consternación. El
ser humano, tan dado a los extremos inviables e irreconciliables, que siempre
se maneja entre la presunción y la desesperación, ha sido capaz de banalizar y,
de nuevo, comercializar un bien tan preciado como la propia esperanza.
Parece
que nuestro antaño egoísta gen, aquel que nos llevaba a la procreación como
meta única y destino ineludible de la especie humana, ha perdido su principal
aliado en el devenir evolutivo de nuestra especie. El hombre y la mujer
modernos ha sido capaz de irrumpir violentamente la naturaleza y convertirse en
simple mercancía con unos determinados valores de cambio establecidos en torno
a falsas leyes de oferta y demanda. En cierto modo, de nuevo la especie se ha
decantado por adorar al becerro de oro. Y en esa comercialización, en la que
todo es merecedor de un precio de venta al público, incluida la propia dignidad
humana como ya habíamos indicado en otra ocasión, nos vemos avocados a buscar
nuevos mercados y nuevos productos de forma incesante. En este último caso, el
último y novedoso bien en los almacenes y presto a su venta al mejor postor ha
sido la esperanza.
La
historia se ha conducido por unos caminos tenebrosos. Nos han engañado con
fuegos fatuos con los que pretendían establecer los caminos que debíamos
seguir. Y no nos hemos dado cuenta que en ese recorrido nos hemos ido
despojando de todo aquello que nos caracteriza como personas, como individuos
formados y libres. Nos han obligado a subastar todos nuestros más preciados
bienes a precio de dolor e ira, y mucha sangre, siempre derramada por los mismos
y para los mismos. Y el penúltimo paso en esta obligada mercantilización ha
sido algo de lo poco que todavía nos alimentaba y nos saciaba: ese sentimiento
tan humano, tan profundamente estúpido e irracional, la esperanza. A día de
hoy, en el mes de julio de 2012, los grandes poderes han decidido acabar a
golpe de recorte y de brutalidad psicológica, económica y física con el único y
pobre patrimonio que a muchos les/nos quedaba.
Con
la misma rapidez con la que hemos perdido la esperanza nos han sustraído todo
nuestro futuro. Es prácticamente imposible avanzar cuándo podrá repararse todos
los errores que en la actualidad se están cometiendo. Quizás, una vez que nos
han despojado de esperanza y futuro, la única alternativa viable a toda una
serie de generaciones “perdidas” (en el sentido estricto y no literario de la
palabra) es hacer comprender la inutilidad de un sistema y de unas estructuras
sobre las que se sustenta que han fracasado ostensiblemente. Al fin y al cabo,
todo el engranaje que mantenía en marcha a la feroz y devoradora maquinaria
sobre la que hemos sustentado el desarrollo occidental exige cada más mayores
sacrificios, a un ritmo que crece de forma exponencial mientras que nuestra
capacidad de asumir tales esfuerzos tan sólo avanza linealmente.
Es
la práctica de la banalización de la especie, la deshumanización de la persona,
la alienación llevada a su punto máximo. En principio nos obligaron a vender
nuestro esfuerzo, nuestro trabajo, lo más preciado que teníamos que era nuestro
propio tiempo; después nos exigieron la dignidad; y, para poner un punto
seguido, que no aparte, en esa titánica tarea de humillación y dominación de la
persona nos han demandado que les entreguemos todo nuestro futuro y esperanzas.
Pues aquí lo tienen… y adiós.
Luis Pérez Armiño
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