sábado, 14 de julio de 2012

Cartas desde el pesimismo


Según nos indica la RAE, la esperanza no es más que un simple sentimiento por el cual creemos que algo que deseamos puede ser posible. No deja de ser irónico que si seguimos lectura atenta del Diccionario poco después incluya la acepción “alimentarse de esperanza” en relación a la acción de esperar que se cumpla lo que queremos aunque, puntualiza, con poco fundamento. Es la riqueza del idioma que nos permite tergiversar un término y banalizarlo hasta que conseguimos emplearlo de forma totalmente contrario a lo que en su origen significa. La esperanza, como sentimiento benefactor que no es más que simple estrategia de supervivencia, convertido en una falsa ilusión que generaliza la consternación. El ser humano, tan dado a los extremos inviables e irreconciliables, que siempre se maneja entre la presunción y la desesperación, ha sido capaz de banalizar y, de nuevo, comercializar un bien tan preciado como la propia esperanza.

Parece que nuestro antaño egoísta gen, aquel que nos llevaba a la procreación como meta única y destino ineludible de la especie humana, ha perdido su principal aliado en el devenir evolutivo de nuestra especie. El hombre y la mujer modernos ha sido capaz de irrumpir violentamente la naturaleza y convertirse en simple mercancía con unos determinados valores de cambio establecidos en torno a falsas leyes de oferta y demanda. En cierto modo, de nuevo la especie se ha decantado por adorar al becerro de oro. Y en esa comercialización, en la que todo es merecedor de un precio de venta al público, incluida la propia dignidad humana como ya habíamos indicado en otra ocasión, nos vemos avocados a buscar nuevos mercados y nuevos productos de forma incesante. En este último caso, el último y novedoso bien en los almacenes y presto a su venta al mejor postor ha sido la esperanza.

La historia se ha conducido por unos caminos tenebrosos. Nos han engañado con fuegos fatuos con los que pretendían establecer los caminos que debíamos seguir. Y no nos hemos dado cuenta que en ese recorrido nos hemos ido despojando de todo aquello que nos caracteriza como personas, como individuos formados y libres. Nos han obligado a subastar todos nuestros más preciados bienes a precio de dolor e ira, y mucha sangre, siempre derramada por los mismos y para los mismos. Y el penúltimo paso en esta obligada mercantilización ha sido algo de lo poco que todavía nos alimentaba y nos saciaba: ese sentimiento tan humano, tan profundamente estúpido e irracional, la esperanza. A día de hoy, en el mes de julio de 2012, los grandes poderes han decidido acabar a golpe de recorte y de brutalidad psicológica, económica y física con el único y pobre patrimonio que a muchos les/nos quedaba.

Con la misma rapidez con la que hemos perdido la esperanza nos han sustraído todo nuestro futuro. Es prácticamente imposible avanzar cuándo podrá repararse todos los errores que en la actualidad se están cometiendo. Quizás, una vez que nos han despojado de esperanza y futuro, la única alternativa viable a toda una serie de generaciones “perdidas” (en el sentido estricto y no literario de la palabra) es hacer comprender la inutilidad de un sistema y de unas estructuras sobre las que se sustenta que han fracasado ostensiblemente. Al fin y al cabo, todo el engranaje que mantenía en marcha a la feroz y devoradora maquinaria sobre la que hemos sustentado el desarrollo occidental exige cada más mayores sacrificios, a un ritmo que crece de forma exponencial mientras que nuestra capacidad de asumir tales esfuerzos tan sólo avanza linealmente.

Es la práctica de la banalización de la especie, la deshumanización de la persona, la alienación llevada a su punto máximo. En principio nos obligaron a vender nuestro esfuerzo, nuestro trabajo, lo más preciado que teníamos que era nuestro propio tiempo; después nos exigieron la dignidad; y, para poner un punto seguido, que no aparte, en esa titánica tarea de humillación y dominación de la persona nos han demandado que les entreguemos todo nuestro futuro y esperanzas. Pues aquí lo tienen… y adiós.

Luis Pérez Armiño


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