Vivían en Frigia una entrañable pareja de ancianos. Al
nombre de Baucis atendía ella, al de Filemón él. Marcaba su monotonía una acentuada
pobreza; insuficiente sin embargo para despojarles de su mayor tesoro, el amor
que ambos se prodigaban. Moraban en una humilde choza cubierta de paja, más pocos
hogares existían en la región que irradiaran semejante luz.
Recorrían la región, de incógnito y bajo apariencia humana,
Zeus y Hermes, buscando asilo y comida. Visitaron casa por casa, obteniendo el
rechazo de la gente por respuesta. Después de mucho deambular dieron con la
morada de Baucis y Filemón, donde fueron acogidos con hospitalidad y agasajados
con una humilde comida campestre, pero servida con amor y apremio. Quedaron
gratamente sorprendidos los dioses por la generosidad de aquellos dos ancianos
que compartían alegremente con ellos lo poco que poseían y al final del frugal ágape
se dieron a conocer.
Invitaron a los ancianos a acompañarles a una elevación
cercana a la choza y una vez arriba les hicieron dirigir la mirada sobre sus
pasos. Ambos pudieron comprobar estupefactos como toda la región había quedado
inundada, a excepción del terreno donde estaba ubicada su choza, que había desaparecido
y en su lugar se erigía un majestuoso templo.
El padre de los olímpicos se comprometió con la cordial
pareja a concederles cuantas peticiones tuvieran a bien hacerle, mas Filemón y
Baucis tan solo reclamaron regentar el templo por el resto de sus vidas y,
llegado el momento, morir los dos en el mismo instante. No se opuso Zeus a
tales propuestas, sino que le parecieron justas y dignas de aquellos que
parecían tan pobres y sin embargo eran tan ricos. Llegado el momento fueron
simultáneamente metamorfoseados, Baucis en tilo y Filemón en encina. Pues no
todos van a ver a Caronte, existen algunos privilegiados que se les permite permanecer en
la tierra, en virtud de alguna compasión divina que hayan provocado.
Son demasiados los que desperdician su vida en busca de
caudal y fortuna, sin pararse a meditar en que la única grandeza que tiene el
ser humano es conseguir, con pensamiento y facto, que alguien le quiera por encima
de su propia vida y de la misma forma corresponder al enamorado. Aquellos que
han sido malvados cuando les llega el momento se preguntan de qué les sirvió
tener tanta fortuna, si ahora son desafortunados y ese sentimiento les
acompañará toda la eternidad, tras las puertas del Tártaro.
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