Antes
de seguir escribiendo considero consecuente hacer una pequeña aclaración al
respecto: en este mundo hay dos materias en las que me considero un absoluto
torpe intelectual. La primera de ellas es la economía. Gracias
a mi tremendo desconocimiento de la lúgubre ciencia mi única expresión es la de
asombro al oír hablar o al leer cuestiones tan complejas como la “prima de riesgo”, “créditos basura”, “diferencial
de la deuda” y un largo etcétera de conceptos que mi mente, obtusa en la
cuestión, tiende a olvidar a la mínima de cambio. La otra materia que se me
antoja como una entelequia inabordable y, sobre todo, inalcanzable, es la de la
física, más en concreto cuando nos referimos a la física de partículas (coloquialmente
la pequeña) y la astrofísica (la grande). Soy un completo ignorante respecto a
la física.
En
todo este enredo de disparates e incoherencias llegó a mis oídos un genial
descubrimiento que, incluso, en medio del caos financiero actual, se coló entre
los principales titulares de portada de alguno de los diarios de tirada
nacional más importantes. El CERN o Agencia Europea para la Investigación Nuclear
en un primer momento anunció el hallazgo de una posible partícula de
importancia capital para lograr comprender el origen de la masa y del Universo.
Posteriormente, confirmó que la partícula en cuestión se trataba del
archiconocidísimo “Bosón de Higgs”,
popularmente denominado “partícula de Dios” aunque más bien habría que
considerarla “partícula – Dios”. A partir de ese momento, el aluvión de
noticias, comentarios, análisis y pesquisas se sucedieron casi a la misma
velocidad que el acelerador del CERN en Suiza provoca colisiones entre
partículas.
Y
sin embargo, de todo ese torrente de información nacida a partir del bosón en
cuestión, me voy a quedar con una frase maravillosa: “Le acabo de explicar lo del Bosón a un colega y no lo entiendo ni yo
mismo, el tío se ha quedado bastante convencido. Me juego lo que queráis a que
así empezó la religión”. En primer lugar, voy a agradecer la colaboración y
la frase a su autor, mi querido y, en estos momentos, lejano (geográficamente)
amigo Javier. Él sabe que tomo esta frase con toda la admiración del mundo. Al
fin y al cabo, Javier siempre tiene la frase inteligente en el momento adecuado
resumiendo a la perfección el sentir general de la masa, del pueblo, no de las
partículas.
El
descubrimiento del Bosón de Higgs en cuestión tuvo un efecto en cierto modo
esperado: reavivó esa vieja confrontación entre fe y ciencia, lucha que,
incluso, los propios contendientes han olvidado hace mucho tiempo. Las
autoridades religiosas tienden a respetar los descubrimientos de la ciencia
llegando a invocar fórmulas que conjugan ambos aspectos mientras que los
científicos miran con la lejanía de una juventud demasiado rebelde aquellos
axiomas que pretendían demostrar a toda costa la no existencia de dios. Así, el
bosón no ha eliminado a la divinidad ni mucho menos. En todo caso, la sitúa en
otro punto de ese maravilloso espacio – tiempo que define al ser humano. Los
científicos veían ese bosón como ese punto que la ciencia no había logrado
explicar y por eso le referían como partícula – dios. La partícula que podría
tener la clave de todo el Universo pero que, sin embargo, no eran capaces de
vislumbrar hasta que llegó el genial descubrimiento del CERN.
Y
la fe, tan humana, ya sea en un dios, en una reencarnación o en una partícula,
siempre ha sido un buen pretexto para tratar de explicar lo inexplicable. El
hombre no puede reducirse a un mero ser o una simple estancia vital más o menos
prolongada. Necesita aferrarse a algo ante las incertidumbres: ese algo puede
adquirir el nombre de ciencia o de fe. Y mientras la ciencia va conquistando
nuevos horizontes a lomos de una supuesta lógica racional, la fe va encontrando
otros donde hacerse fuerte y seguir campando a sus anchas. Es un constante
devenir tan humano como lógico y sin duda, incluso, en cierto modo sano. El
problema es cuando surge la institucionalización de esa fe mediante la
proclamación de un dogma que pretende ofrecer significado a lo inexplicable.
Pero es un error demasiado humano y, por lo tanto, demasiado frecuente y
condenado a repetirse ad infinitum.
Luis
Pérez Armiño
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