Ceneslórodo se había consagrado como un excelente dramaturgo.
Su manera de representar los personajes cautivaba a todos aquellos que tenían
la suerte de verle en escena. Su naturalidad, espontaneidad y un don
innato que le permitía captar la esencia de los personajes que emulaba con una
grácil facilidad, le habían convertido en el actor más valorado del momento. No
existía obra que se preciase que no le tuviera entre el reparto. Hasta tal
punto admiraba su propia grandeza, apabullado por el éxito de sus actuaciones, que llegó a pensar, sin ningún tipo de
reparo, que en la vida real estaban los dioses y en el escenario él.
Su vida se transformaba espoleada por los halagos y reconocimientos.
Todo a su alrededor rebosaba grandeza y fortuna, dándole el equívoco pensar de
que esa dicha le acompañaría por toda la eternidad. Nada podía parar el
espectáculo y no había espectáculo sin Ceneslórodo, el más grande que ha
existido en el mundo de la escenografía.
Así pues y preocupado por él, su fiel amigo de la infancia Menesto
fue a visitarle con la intención de aleccionarle y que no sufriera después. Con
la confianza que se tiene depués de tantos años de amistad le rebajó a lo que fue un día, un
chico inquieto y soñador, pero humilde, para que comprendiera la lección.
-Escucha bien mi buen amigo, pues esa diosa que hoy
revolotea ante ti tocando esa trompeta, tiene cien ojos que siempre miran y cien
bocas incansables. No olvides que nunca para en el mismo sitio por prolongados
periodos, pues vuela día y noche del uno al otro confín del mundo. Habla de lo
que sabe y lo que ignora, del bien y del mal, de la mentira y la verdad. No te
puedes fiar de ella pues es volátil y efímera y debes estar preparado para su
crueldad-.
Ceneslórodo miró incrédulo e indignado a su gran amigo por
lo que de esa boca había purgado y le contestó. –No pensaba que adoraras a la envidia,
más me tomaré tales palabras con desidia por no romper nuestra amistad. Pero no
vuelvas nunca a importunarse, sabiendo que soy el más grande, con tú ridículo
saber-.
No volvió Menesto a decirle palabra alguna. Solo deseaba que
Feme tarde le abandonara, pues conocía a Ceneslórodo y su ego inflado. Sabía
que no le iba a ser fácil soportar su muerte como actor. Pero con el tiempo se
vaticinaron sus palabras. A pesar de que tuvo una vida artística muy
longeva, un día la diosa se fue a visitar otros talentos y al gran artista le sobrevino el
olvido. Su amigo le avisó de que no iba a estar preparado para ese momento ya
que se creía eterno en su dicha. Jamás se repuso cuando le vino la decepción,
pues nunca llegó a creer que eso le sucediese a él, el mejor entre todos los
artistas. La Feme traviesa e inquieta gusta de correr de un lado a otro si
tener una ubicación fija. Un día eres el ser más reconocido y al día siguiente
vagas por el limbo de la indiferencia.
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