Es posible que sea mejor emplear el término
“torpeza” al referirnos a la ineptitud de la especie humana para valerse por sí
misma. Sin embargo, creo que el término “torpe” no tiene la misma sonoridad que
el de “estúpido”, ni implica el suficiente grado de incapacidad de la persona
para desarrollarse como tal. Efectivamente, el ser humano es un ser estúpido
que posee numerosas capacidades deficientes para su supervivencia en el medio
ambiente. Con todo ese gran listado de cualidades imperfectas, aún y todo, ha
sido capaz de convertirse en el “amo” de la creación hasta el punto de
considerarse con el suficiente derecho como para destrozarlo a su antojo. Otra
muestra más de la estupidez humana: un largo proceso evolutivo que se ha
prolongado durante cientos de miles de años cuyo único objetivo potencial, por
el momento y teniendo en cuenta los precedentes, es la autodestrucción.
Puede ser que uno de los aspectos o agentes
definitorios del ser humano respecto a otras especies animales es que somos
capaces de demostrar nuestra estupidez a primeras de cambio. Además, la
estupidez contiene en sí misma una propiedad de encadenamiento que posibilita
que cualquier majadería fruto de la evolución humana sea capaz de generar otra del
mismo grado o superior a aquella. Esta sucesión o concatenación de tonterías
humanas puede multiplicarse ad infinitum.
Nuestro primer factor de estupidez humana surge con
nosotros mismos y nos acompaña desde nuestra más tierna infancia. Es nuestra
posición bípeda la que condiciona un canal del parto especialmente estrecho en
la población femenina. Es decir, al adoptar la posición erguida el
“reordenamiento” del sistema óseo y demás casquería propia del cuerpo provocan
una reducción de la capacidad “de paso” del canal del parto. Evidentemente, la
naturaleza, en sus sabios designios, solucionó el desaguisado provocado por la
propensión humana a caminar de pie, ya sea para otear mejor la procelosa sabana
africana o por lo qué sea en última instancia lo que nos llevó a abandonar el
árbol y aventurarnos en tierra firme. La solución es simple: el periodo de
gestación de nuestras crías se acorta considerablemente; de esta manera, al
nacer, el no formado cráneo del bebé puede adaptarse al paso por el estrecho camino
que le llevará a la luz. De ahí esa extraña forma de las cabecitas de las crías
humanas.
Si la solución parecía ingeniosa, no estaba exenta
de problemas. Al precipitarse el periodo de gestación la cría humana, homínida
o pre – homínida según el periodo en cuestión, veía la luz del sol más pronto
de lo que debería. En otras palabras, el bollo no había pasado suficiente
tiempo en el horno y el proceso de formación del feto no se había completado
(si esto pasase, el cráneo ya formado del niño o niña en cuestión no pasaría
por el canal del parto). En definitiva, el recién nacido homínido era arrojado
al caluroso suelo de la sabana africana sin defensa alguna posible. La única
respuesta que la evolución humana fue capaz de ofrecer consistía en la
formación de una familia en la que la hembra de la especie contaría con la
protección del macho (o viceversa) y el bebé pre – homínido, homínido o humano
en cuestión podría ser criado sin miedo a ser plato tierno de alguno de los
salvajes animales que por entonces campaban a sus anchas por la sabana.
Nacía así esa institución tan arraigada en cualquier
cultura humana: la familia. Pues bien, evidentemente ante la solución planteada
al problema de la cría sin formar que a su vez era producto de una gestación
insuficiente concebida para poder resolver el entuerto derivado de la
bipedestación, la familia pronto se iba a encontrar en peligro. De ahí a la
sociedad, al trabajo mal remunerado en el mejor de los casos, a las hipotecas
basura y a la prima de riesgo, hay un paso. Triste pero cierto, la estupidez
humana es la verdadera clave evolutiva.
Luis Pérez Armiño
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