La grandeza del
Imperio Romano prevalecerá a lo largo de la historia del hombre, sea cual sea la
continuidad de éste en la tierra. Ningún dominio humano ha tenido el
reconocimiento que se le ha dado a Roma. En torno a la Ciudad Eterna se creó un
estado fuerte, centralizado y estable. La huella dejada por los romanos ha tenido tal trascendencia que no ha existido poder en la tierra que se preciara y no utilizase los títulos de
imperio o emperador, rey de reyes.
La división irreversible
del Imperio Romano en dos, por parte de Teodosio en el año 395 y la definitiva
desaparición de la zona occidental en el año 476, propiciaron un enfrentamiento
entre los diversos pueblos que, paradójicamente, habían sido los que provocaron la caída de
Roma. Todos ellos querían restaurar la grandeza de Roma bajo su poder. Pero
serían los francos, pueblo asentado en la región de Austrasia, quienes irían engrandeciendo
su territorio a costa del resto de los pueblos bárbaros hasta crear el Sacro
Imperio Romano Germánico.
El cénit del
poder franco se alcanzaría en la figura de Carlomagno, cuyo dominio se extendió
desde la frontera de la actual Dinamarca hasta las inmediaciones de Roma y
desde Cataluña hasta las tierras checas. El poder acumulado por
Carlomagno se difuminó a la muerte de éste. Su hijo, Ludovico Pío, tuvo que
afrontar diversos conflictos de índole interno y a su muerte, en el año
840, el conflicto sucesorio entre sus hijos derivó en la partición del
Imperio en tres, Francia, Lotaringia y Germania, mediante el tratado de Verdún en el 843.
Esta división establecería la base territorial de Francia y Alemania. Habrá
que esperar un siglo para que se retome de nuevo la idea imperial. Pero sería un
sajón, no un franco, el que restauraría un poder romano-cristiano capaz de
hacer frente a Bizancio y al Islam.
Cuando Enrique I
de Sajonia ocupa el trono de Germania, en el año 918, se encuentra con un
estado debilitado militar e institucionalmente. Su llegada al poder supuso un
impulso vigoroso y enérgico a la política germánica. Recuperó Lorena y con ella
Aquisgrán, la antigua capital de Carlomagno. Derrotó a los húngaros y consolidó
las fronteras del este. Enrique recuperó la estabilidad del país y elevó a
Germania por encima de los reinos vecinos.
Este es el reino
que hereda Otón I cuando llega al poder en el año 936. Su padre, Enrique I, le
dejaba un reino en expansión, consolidado y potencialmente hegemónico. Otón
sabría valorar y coordinar los logros de su progenitor desde una perspectiva unitaria.
Desde el comienzo
de su reinado participó activamente en la elección de obispos y abades. Para ello
sustituirá la iniciativa de los electores locales por la suya propia. El papado
atravesaba una delicada situación provocada por serios conflictos de orden
interno. Circunstancia que no era ajena a Otón y de la que se aprovechó para
tomar el control de la Iglesia en su territorio. Se presentó como rey y como
soldado, pero también como sacerdote y misionero. Con la Iglesia ligada al
trono, y un clero fiel y bajo su control, convirtió a obispos y abades en sus
dignatarios, funcionarios y consejeros.
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