Hay determinadas cuestiones irresolubles. En todo
caso, sólo sería posible aventurar hipótesis, con mayor o menor acierto
dependiendo del fundamento o de la coherencia de la conjetura presentada. Pero
por el momento y a no ser que las cosas cambien mucho, demasiado incluso, sólo
podremos establecer conjeturas y aventurar relatos más cercanos a la ficción
que a la realidad histórica comprobada. Así, la ciencia histórica está
acostumbrada a trabajar con objetos materiales de los que extraer una
información, ya sean estos restos arqueológicos, vestigios etnográficos o
referencias documentales. Sin embargo, hay un campo de especial dificultad en
la indagación como es el de la cuestión cultural, muchas veces reducida al
ámbito del llamado patrimonio inmaterial. Es decir, esos bienes que no disponen
de un soporte material que ofrezca datos esclarecedores. Son muchos los
aspectos que podríamos encuadrar dentro de este “patrimonio inmaterial”, y uno
es de especial trascendencia: la música.
La música es un elemento de difícil hallazgo en el
registro arqueológico. Sin embargo, algunos investigadores han decidido suponer
la existencia de unas prácticas musicales en base a la presencia de
determinados objetos interpretados como instrumentos musicales. Este sería el
supuesto de las llamadas bramaderas, objetos que al ser atados a una cuerda de
una determinada longitud y que luego se hace girar produciría un zumbido que
podría relacionarse con algún tipo de práctica ritual. Otros restos
interpretados como instrumentos, en este caso flautas, son huesos que presentan
perforaciones, cuya naturaleza todavía se discute (los agujeros podrían tener
un origen natural mientras que para algunos prehistoriadores serían producto de
la manipulación humana). En definitiva, tomando en consideración que se trate
efectivamente de instrumentos musicales, los restos más antiguos podrían tener
una cronología de en torno a los 43.000 años.
Esto en el caso de referirnos a los restos
materiales. Sin embargo, en base a estos datos no se puede establecer una
datación exacta sobre el origen de la música en sí. Son muchos los estudios que
han intentado establecer comparaciones etnoarqueológicas para arrojar algo de
luz sobre la cuestión, abogando por unas primeras músicas nacidas mediante el
uso del propio cuerpo del hombre/mujer en cuestión: por ejemplo, las palmas, o
incluso, el uso de la voz mediante su modulación adecuada para entonar ritmos y
melodías más o menos elaboradas. Sin embargo, de nuevo sólo se puede establecer
una hipótesis basada en la más pura suposición.
En el año 1991, las Edades del Hombre celebraban su
habitual cita expositiva en la catedral de León. El motivo de la muestra no era
otro que la música en la Iglesia de Castilla y León. Sin embargo, uno de los
aspectos más interesantes que ofrecía la lectura de la exposición hacía
referencia, precisamente, a los orígenes de la música. Y planteaba una
cuestión: los primeros sonidos de los que disfruto del hombre: los propios de
la naturaleza, los producidos por los ríos, el viento, las ramas de los
árboles, los propios animales… Es la propia naturaleza la que ofrecía esa
música primigenia que el hombre sólo tuvo que saber interpretar y hacer suya
hasta convertirla en una de las grandes realizaciones culturales de la humanidad.
Luis Pérez Armiño
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