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La rendición de Breda (detalle), 1635, de Velázquez
Museo del Prado - Fuente |
En las grandes dimensiones de esta genial escena de historia,
Velázquez
(1599 - 1660) es capaz de aunar todos los esfuerzos que ejemplifican su
brillante carrera pictórica, dando lugar a una de las más auténticas
instantáneas que resumen la España
del setecientos, ese país complicado y contradictorio que luchaba por
mantener a flote glorias que se anegaban en los lodos de arcaicos sueños
imperiales que trataban de subyugar física y espiritualmente a una
Europa que emprendía con esperanza el camino hacia nuevas modernidades
que la monarquía hispánica no llegaba a comprender. Y en el panorama
sombrío que suele suceder a la batalla, surgiendo entre las columnas de
humo que enturbiaban los campos de Europa, convertidos en escenarios de
cruentas e interminables guerras, surge la falsa esperanza en forma de
la compasión y la clemencia más grandiosa y elocuente.
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La rendición de Breda (detalle), 1635, de Velázquez
Museo del Prado - Fuente |
Mientras
Europa convulsionaba y ardía en llamas, en España, el rey Felipe IV
(1605 – 1665), asistido y manejado por su valido el conde – duque de
Olivares, ponía todo su empeño en su gran empresa artística: el palacio
del Buen Retiro, una villa de recreo proyectada en Madrid para el asueto
del monarca. En todo el entramado artístico, el llamado Salón de Reinos
jugaba un papel fundamental: era el espacio central en torno al cual
debía gravitar simbólicamente todo el imperio español que extendía sus
dominios territoriales desde las grandes extensiones americanas a las
islas Filipinas y mantenía sometida a gran parte de Europa gracias la
fuerza de sus gloriosos ejércitos. El Salón de Reinos se había
proyectado como un espacio de poder que debía ser narrado en forma de
alegoría de fácil lectura en torno a un cuidado programa pictórico
decorativo: los Trabajos de Hércules,
encomendados al sevillano Zurbarán, hablaban del mítico origen de los
Austrias españoles que enlazaba con el héroe por antonomasia del mundo
clásico; las representaciones de los escudos de los diferentes reinos
sobre los que el rey de España mantenía su poder hacían referencia a su
Imperio territorial; y los cuadros de grandes victorias históricas
debían de servir de efectiva propaganda para una monarquía cada vez más
incapaz de sustentar su poder en Europa.
En esta última empresa se
vieron envueltos algunos de los mejores pintores del momento, y entre
ellos, el más genial: Velázquez (Brown, J. y Elliot, J.H. 1988: Un palacio para el rey. El Buen Retiro y la corte de Felipe IV. Revista de Occidente. Alianza Editorial. Madrid)
Velázquez era uno de los pintores predilectos de Felipe IV. Y La rendición de Breda
serviría para demostrar sus enormes cualidades. Muchas veces criticado
por sus contemporáneos por no dedicarse al cuadro de historia,
considerado el género por excelencia en el arte de la pintura, Las lanzas
representaría la capacidad del sevillano con este género confirmando su
maestría por encima de todos sus colegas. Él mismo sabía de su valía y,
como bien señala Javier Portus (2004, Velázquez. Los grandes genios del arte.
Biblioteca El Mundo, Madrid), se permite el lujo de representar un
pequeño trozo de papel en la esquina inferior de la derecha del cuadro.
Un papel reservado para una firma que nunca plasmó, porque sabía que su
genialidad sería tal que la simple contemplación del cuadro bastaría
para adivinar la autoría del mismo.
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La rendición de Breda (detalle), 1635, de Velázquez
Museo del Prado - Fuente |
La
rendición de Breda fue un episodio esporádico de importancia efímera,
ya que la ciudad cayó definitivamente en mano de los holandeses en 1639.
El enclave se rendía en junio de 1625 después de un largo asedio de las
tropas españolas. Las duras condiciones para sitiados y sitiadores
facilitaron una paz de ventajosas condiciones para los holandeses que,
sin embargo, en España fue vendida como una muestra más de la clemencia y
la magnificencia del gran monarca Felipe IV. Velázquez captó el momento
exacto en que el general genovés Spínola, al servicio del rey español,
se apresura a impedir el gesto de humillación de Justino de Nassau.
Los dos generales se encuentran a la misma altura, obviando las
habituales representaciones de humillaciones y soberbias militares tan
frecuentes en la pintura del siglo XVII. El pintor español se complace,
sin embargo, en ese calmado momento de cordialidad entre los dos
enemigos primando la caballerosidad sobre la violencia del conflicto. Y
en el fondo sólo trataba de servir a su principal mecenas, Felipe,
retratando a través de la escena su gran clemencia y su capacidad como
gobernante en la paz como estratega victorioso en la guerra.
Es
un guiño espontáneo que resume la esencia de una guerra disfrazada de
elegancia y caballerosidad entendida sólo para los grandes. Hasta en la
guerra existen las clases. Las tropas frente a frente, ajenas al gesto
honorable de dos generales hasta el momento enemigos, acaban de
abandonar el lodo, el hambre, la enfermedad y el pánico a una muerte
siempre cercana y demasiado probable. Empezaba una nueva era en la que
esos gestos ya no tendrían cabida y la guerra se mostraría tal cual,
como ese joven holandés que hunde su rostro en el pecho quizá
apesadumbrado por el horror de la contienda de la que se ha sido
protagonista, o la del primer personaje que desde el lado izquierdo del
lienzo mira al espectador mostrando con toda su crudeza el rostro de
quien ha sufrido la barbaridad de la guerra, con esa mirada perdida que
sólo tienen los que se han atrevido a ser compañeros de viaje de la
guerra, del dolor y de la muerte en su forma más dramática.
Luis Pérez Armiño
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