Existe
un principio básico en el campo filosófico que considero especialmente interesante.
Ante un determinado hecho se pueden plantear diversas hipótesis. Incluso, puede
suceder que entre todas las hipótesis planteadas, algunas tengan las mismas
probabilidades de ser ciertas siempre y cuando se desarrollen en las mismas
condiciones. La dificultad consiste en averiguar cuál de esas teorías es válida
frente a las otras. Pues bien, el llamado principio de la navaja de Ockham
expone que la teoría o hipótesis más simple será probablemente la verdadera en
detrimento de la más compleja. Esta teoría puede explicarse de forma sencilla
como una simple advertencia frente a aquellos que son dados a explicar u hecho
mediante la multiplicación hasta el infinito de las posibles causas.
Una
vez entrados en materia y tomando en consideración el principio a partir del
cual articular la explicación que vamos ofrecer, hay que contextualizar el
hecho sobre el que se han formulado dos hipótesis. El contexto en cuestión nos lleva
hasta un más que de sobra conocido yacimiento cercano a la ciudad de Burgos.
Atapuerca se ha convertido en una especie de Sancta Sanctorum del mundo de la paleoantropología, uno de los
proyectos más sólidos y destacados a nivel internacional en este complicado
campo de estudio, ofreciendo muchas conclusiones que en ciertos aspectos se han
revelado como auténticamente revolucionarias.
La
sierra de Atapuerca ofrece un conjunto de yacimientos, algunos en cueva y otros
al aire libre, de desigual importancia. En todo este entramado, uno destacó por
la aportación que hizo de material fósil clave para comprender y completar
muchos datos en el siempre oscuro mundo de la evolución humana. Se trataba de
la Sima de los Huesos, un pequeño
yacimiento de complicada excavación que ha reafirmado su importancia en el
mundo científico gracias al número de fósiles hallados. Se han recuperado los
restos de hasta casi una treintena de individuos de la especie Homo
heidelbergensis con una datación estimada aproximadamente en torno a los
500.000 años de antigüedad. Estos hallazgos, sucedidos prácticamente sin
interrupción desde el año 1976, han convertido a este lugar en uno de los más
importantes del mundo respecto a la materia en concreto que nos trata, la hominización. Por
cierto, otro dato de interés respecto a la Sima
de los Huesos: en este lugar, en único resto lítico que presume manufactura
intencionada es un bifaz al que sus descubridores otorgaron el pomposo y
previsible nombre de Excalibur.
Es
evidente que uno de los aspectos que define la relevancia del hallazgo reside
en la abundancia de restos fósiles recuperados. Casi treinta individuos en un
único yacimiento, localizado en un angosto espacio en el interior de una
oquedad a la que resulta extremadamente difícil llegar. Por otra parte, no se
ha podido comprobar ningún tipo de actividad antrópica en el pequeño espacio.
La pregunta que se hicieron los investigadores, por lo tanto, fue la razón
última de esa importante acumulación de restos humanos en este lugar. Sólo eran
posibles dos explicaciones: fueron arrojados allí a modo de antiguo basurero
humano, una simple manera de deshacerse de los cuerpos muertos; o existía una
intención funeraria y, por lo tanto, cierta actividad simbólica y cultural detrás
de estas improvisadas y simples inhumaciones.
La
navaja de Ockham vuelve a abrirse y se alza brillante y radiante al sol de la
sierra de Atapuerca, zona de paso inmemorial desde Europa a las tierras
peninsulares. El yacimiento burgalés se ha destacado por la espectacularidad de
sus descubrimientos, siempre trascendentales para el desarrollo de la ciencia
humana. Gracias a Atapuerca sabemos que fuimos en otros tiempos caníbales y que
incluso los burgaleses fueron los primeros europeos. Incluso, podría considerarse
que los primeros sentimientos de dolor y compasión ante la pérdida del prójimo
se diesen por primera vez en la sierra burgalesa. Sólo habría que imaginar al
grupo de compungidos homínidos arrojando a la Sima al compañero finado,
esperando allí mejor suerte que la que le tocó vivir carroñeando animales
muertos y corriendo delante de tigres dientes de sable. Es un sentimiento tan
profundo como la Sima a la que arrojaban los restos de sus antiguos camaradas.
O simplemente los arrojaron allí, lejos, evitando los olores nauseabundos de la
carne putrefacta. El hombre, es gran incógnita.
Luis
Pérez Armiño
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