Hasta las mayores virtudes pueden resultar desastrosas si
estas se dan sin mesura. Así le ocurrió a Périfas, uno de los primeros reyes
atenienses. La admiración que suscitaba entre sus ciudadanos se le volvió
en su contra, como le ocurrió con su espada a Damocles y no solo estuvo a punto de perder
la vida, sino que quedó desfigurado para toda la eternidad. Hay circunstancias
y ocasiones en la vida que más le conviene a uno pasar desapercibido, pues llamar mucho la
atención suele provocar envidias entre los más poderosos.
El amor que sentía el pueblo de Atenas por su rey, de quien
admiraban sus virtudes y justicia, les llevó a tributarle en vida los honores
de la apoteosis. Para reconfortarle le erigieron un templo en su honor y en
cuyo frontispicio se podía leer claramente y con letras de oro la inscripción: A Zeus, Bienhechor y Conservador. Con
ello le consagraban su amor y reconocimiento y prometían perpetuarle en la
eternidad.
Quiso Zeus tomarse la acción como una osadía y poseído por
unos celos más propios del humano que del príncipe de los dioses, decidió
exterminar a Périfas y toda su familia. No podía admitir que un simple mortal
fuese objeto de tales homenajes dignos de una deidad. Pero en esta ocasión
quiso la fortuna ser propicia al rey del Ática, que encontró en Apolo a su
benefactor. Convenció el dios de la luz a su padre de que desistiese de tal
acción, consiguiendo un perdón relativo para el bueno de Périfas. Zeus le convirtió en águila,
ave majestuosa y portadora del rayo, consagrada al propio padre de los olímpicos.
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