martes, 3 de julio de 2012

Périfas el amado


Hasta las mayores virtudes pueden resultar desastrosas si estas se dan sin mesura. Así le ocurrió a Périfas, uno de los primeros reyes atenienses. La admiración que suscitaba entre sus ciudadanos se le volvió en su contra, como le ocurrió con su espada a Damocles y no solo estuvo a punto de perder la vida, sino que quedó desfigurado para toda la eternidad. Hay circunstancias y ocasiones en la vida que más le conviene a uno pasar desapercibido, pues llamar mucho la atención suele provocar envidias entre los más poderosos.

El amor que sentía el pueblo de Atenas por su rey, de quien admiraban sus virtudes y justicia, les llevó a tributarle en vida los honores de la apoteosis. Para reconfortarle le erigieron un templo en su honor y en cuyo frontispicio se podía leer claramente y con letras de oro la inscripción: A Zeus, Bienhechor y Conservador. Con ello le consagraban su amor y reconocimiento y prometían perpetuarle en la eternidad.

Quiso Zeus tomarse la acción como una osadía y poseído por unos celos más propios del humano que del príncipe de los dioses, decidió exterminar a Périfas y toda su familia. No podía admitir que un simple mortal fuese objeto de tales homenajes dignos de una deidad. Pero en esta ocasión quiso la fortuna ser propicia al rey del Ática, que encontró en Apolo a su benefactor. Convenció el dios de la luz a su padre de que desistiese de tal acción, consiguiendo un perdón relativo para el bueno de Périfas. Zeus le convirtió en águila, ave majestuosa y portadora del rayo, consagrada al propio padre de los olímpicos.


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