Gustav Klimt
Dánae, 1907, Gustav Klimt Colección privada austriaca - Fuente |
Las
transiciones se convierten en oscuras zonas de paso que hay que atravesar
prácticamente a tientas. Austria a finales del siglo XIX era todavía una
potencia colosal anclada en pleno corazón de Europa. Pero estaba enferma. Sus
estructuras arcaicas estaban obligadas a contemplar un futuro inmediato y lo
hacían a través del terror ante lo desconocido que estaba por llegar
inevitablemente. En todo ese panorama, de un viejo mundo que está abocado a
desaparecer, sólo una genialidad podía arrojar algo de luz para mostrar cuál es
la vereda recta por la que caminar sin miedo. En la Viena de finales del siglo
XIX y principios del XX, uno de los principales centros culturales de toda
Europa, se vivió una especial convulsión del mundo del arte que se abrió de par
en par a una nueva forma de entender la modernidad y su representación. Como
han afirmado la mayoría de los especialistas en arte, sin duda, Gustav Klimt es el auténtico personaje de este
cambio. De hecho, él mismo es el cambio y la adopción plena y consciente de la
modernidad.
Esperanza, 1903, Gustav Klimt National Gallery of Canada - Fuente |
Klimt
nació en 1862 en una pequeña localidad cercana a Viena. De orígenes
humildes pero muy significativos – su padre era grabador de oro y su
madre cantante de ópera fracasada- obtuvo, siendo muy joven, una beca
para estudiar en la Escuela de Artes y Oficios de Viena, donde pronto
dio buena cuenta de su capacidad artística. Imbuido del academicismo
imperante, junto a su hermano Ernst y su amigo Franz Matsch crearon la “Compañía de Artistas”,
más bien agrupación artesanal e, incluso, empresarial con la que se
ganaban la vida mediante trabajos de interiorismo. Destacaron sus obras
para determinadas instituciones públicas mediante realizaciones de
fuerte sentido academicista de acuerdo a su formación, con escenas de
temática histórica o alegórica. Precisamente sería uno de estos encargos
el que marcaría ese punto de no retorno en la carrera de Klimt. En un
momento de gran prestigio en los círculos artísticos oficiales, habiendo
recibido en 1890 el Kaiserpreis
o “premio imperial a las artes”, el máximo galardón artístico de todo
el Imperio austro – húngaro, Klimt, de repente, decide romper con el
pasado.
Es
difícil establecer una categoría que encuadre el arte de Klimt. Son
muchos los que se contentan con la simpleza de la etiqueta de “pintor
simbolista”. Sin embargo, el vienés representa algo más. Al final y al
cabo, como recoge el catálogo con motivo de la exposición celebrada en
2006 - 2007 La destrucción creadora. Gustav Klimt, el friso de Beethoven y la lucha por la libertad del arte, de la Fundación Juan March,
Klimt no hace más que encabezar esa terrible lucha entre la libertad
del artista frente a las exigencias de los mecenas. Su papel como
creador de la Secesión vienesa no se contenta con ser simple fundador;
él es el verdadero espíritu de la rebeldía y modernidad de la Secesión. Cuando
participa en la decoración del Aula Magna de la Universidad de Viena,
en un encargo de 1894 pero que se prolongará durante más de seis años,
Klimt decide traspasar la frontera del viejo arte y arriesgarse en mares
hasta el momento inexplorados en los territorios austriacos. Fue tal la
reacción ante de repulsa de la sociedad vienesa ante el innovador
trabajo de Klimt que el asunto llegó a convertirse en cuestión
parlamentaria. Y el propio Klimt zanjó el asunto negándose a partir de
entonces a desperdiciar su tiempo en servilismos y búsquedas estériles
del favor de la crítica.
Judith, 1901, Gustav Klimt Galería Belvedere, Viena - Fuente |
La
sociedad vienesa de finales de siglo vivía su lenta agonía. Y era
consciente de su temprano final, de lo arcaico de las estructuras sobre
las que se sustentaba, podridas por el paso del tiempo y por lo
anquilosado de todo un Imperio que bebía de glorias muy lejanas en el
tiempo y que constituía una
mole demasiado pesada, enorme y torpe como para acompasar su marcha al
ritmo de lo moderno. En esa sociedad se esconde en sus rincones más
profundos y ocultos los deseos más impúdicos satisfechos con el fino
cinismo del burgués relamido que se abandonaba a los placeres más
denigrantes y vergonzosos. Al fin y al cabo, como escribía Bárbara
Probst Solomon (“La revolución sensual de Klimt”, El País, 6 de enero de 2008), Viena “fue la ciudad natal de Freud”.
Klimt decidió sacar todas esas vergüenzas a la luz del día y mostrarlas
violentas y grandiosas delante de las caras acicaladas a la luz del día
después de las noches de perversión y lujuria disimulada.
El
pintor inconformista, revolucionario y moderno, el artista bohemio que
según la leyenda que recuerda Elsa Fernández – Santos (“Los papeles
eróticos de Gustav Klimt”, El País,
15 de junio de 2006) vivía día y noche rodeado de mujeres desnudas se
convirtió en la modernidad de nuestro siglo en objeto del merchandising
más ruin y feroz, convirtiendo sus iconos en imagen de fácil venta en
locales de tres al cuarto, inundando cuartos y paredes con sus imágenes
de fondos dorados. Quizás la visita a Ravena y la contemplación de los
mosaicos bizantinos conservados en la ciudad italiana infundieron una
nueva concepción al decorativismo que inunda los fondos de las obras de
su llamada “etapa dorada”. El retrato de Adele Bloch – Bauer, uno de los cuadros más caros de toda la historia contemporánea del coleccionismo, o el propio El beso,
archiconocidísimo y reproducido hasta la extrema banalización,
ejemplifican esta etapa en la que, sin embargo, se trasluce entre sus
fondos dorados ese tema tan recurrente: la mujer como ser moderno y
objeto de una sensualidad que desborda su propio cuerpo, esa femme fatale como diría Helena Celdrán (“Gustav Klimt, un pintor enganchado a sus musas” en 20 minutos, 25 de enero de 2012) que inaugura su despertar después de la dominación machista que había caracterizado a la historia.
Klimt en 1905 - Fuente |
Klimt
fue capaz de transmitir un nuevo lenguaje que escondía, debajo de
fastos y escenas de erotismo descarnado, toda una modernidad que entraba
de forma brutal en escena. Como recuerda Francisco Calvo Serraller (“En
la aurora de la modernidad”, El País,
28 de octubre de 2006), no resulta extraño que su muerte en 1918
coincidiese con el colapso del antiguo Imperio austro – húngaro,
derrotado y humillado tras la Gran Guerra. Klimt,
en cierta forma, había sido el testigo privilegiado que fue capaz de
contemplar el fin de un mundo ya obsoleto para poder predecir un futuro
demasiado ansioso por entrar en escena.
Luis Pérez Armiño
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