jueves, 26 de julio de 2012

Gustav Klimt

Dánae, 1907, Gustav Klimt
Colección privada austriaca - Fuente
Las transiciones se convierten en oscuras zonas de paso que hay que atravesar prácticamente a tientas. Austria a finales del siglo XIX era todavía una potencia colosal anclada en pleno corazón de Europa. Pero estaba enferma. Sus estructuras arcaicas estaban obligadas a contemplar un futuro inmediato y lo hacían a través del terror ante lo desconocido que estaba por llegar inevitablemente. En todo ese panorama, de un viejo mundo que está abocado a desaparecer, sólo una genialidad podía arrojar algo de luz para mostrar cuál es la vereda recta por la que caminar sin miedo. En la Viena de finales del siglo XIX y principios del XX, uno de los principales centros culturales de toda Europa, se vivió una especial convulsión del mundo del arte que se abrió de par en par a una nueva forma de entender la modernidad y su representación. Como han afirmado la mayoría de los especialistas en arte, sin duda, Gustav Klimt es el auténtico personaje de este cambio. De hecho, él mismo es el cambio y la adopción plena y consciente de la modernidad.

Esperanza, 1903, Gustav Klimt
National Gallery of Canada - Fuente
Klimt nació en 1862 en una pequeña localidad cercana a Viena. De orígenes humildes pero muy significativos – su padre era grabador de oro y su madre cantante de ópera fracasada- obtuvo, siendo muy joven, una beca para estudiar en la Escuela de Artes y Oficios de Viena, donde pronto dio buena cuenta de su capacidad artística. Imbuido del academicismo imperante, junto a su hermano Ernst y su amigo Franz Matsch crearon la “Compañía de Artistas”, más bien agrupación artesanal e, incluso, empresarial con la que se ganaban la vida mediante trabajos de interiorismo. Destacaron sus obras para determinadas instituciones públicas mediante realizaciones de fuerte sentido academicista de acuerdo a su formación, con escenas de temática histórica o alegórica. Precisamente sería uno de estos encargos el que marcaría ese punto de no retorno en la carrera de Klimt. En un momento de gran prestigio en los círculos artísticos oficiales, habiendo recibido en 1890 el Kaiserpreis o “premio imperial a las artes”, el máximo galardón artístico de todo el Imperio austro – húngaro, Klimt, de repente, decide romper con el pasado.
Es difícil establecer una categoría que encuadre el arte de Klimt. Son muchos los que se contentan con la simpleza de la etiqueta de “pintor simbolista”. Sin embargo, el vienés representa algo más. Al final y al cabo, como recoge el catálogo con motivo de la exposición celebrada en 2006 - 2007 La destrucción creadora. Gustav Klimt, el friso de Beethoven y la lucha por la libertad del arte, de la Fundación Juan March, Klimt no hace más que encabezar esa terrible lucha entre la libertad del artista frente a las exigencias de los mecenas. Su papel como creador de la Secesión vienesa no se contenta con ser simple fundador; él es el verdadero espíritu de la rebeldía y modernidad de la Secesión. Cuando participa en la decoración del Aula Magna de la Universidad de Viena, en un encargo de 1894 pero que se prolongará durante más de seis años, Klimt decide traspasar la frontera del viejo arte y arriesgarse en mares hasta el momento inexplorados en los territorios austriacos. Fue tal la reacción ante de repulsa de la sociedad vienesa ante el innovador trabajo de Klimt que el asunto llegó a convertirse en cuestión parlamentaria. Y el propio Klimt zanjó el asunto negándose a partir de entonces a desperdiciar su tiempo en servilismos y búsquedas estériles del favor de la crítica.

Judith, 1901, Gustav Klimt
Galería Belvedere, Viena - Fuente

La sociedad vienesa de finales de siglo vivía su lenta agonía. Y era consciente de su temprano final, de lo arcaico de las estructuras sobre las que se sustentaba, podridas por el paso del tiempo y por lo anquilosado de todo un Imperio que bebía de glorias muy lejanas en el tiempo  y que constituía una mole demasiado pesada, enorme y torpe como para acompasar su marcha al ritmo de lo moderno. En esa sociedad se esconde en sus rincones más profundos y ocultos los deseos más impúdicos satisfechos con el fino cinismo del burgués relamido que se abandonaba a los placeres más denigrantes y vergonzosos. Al fin y al cabo, como escribía Bárbara Probst Solomon (“La revolución sensual de Klimt”, El País, 6 de enero de 2008), Viena “fue la ciudad natal de Freud”. Klimt decidió sacar todas esas vergüenzas a la luz del día y mostrarlas violentas y grandiosas delante de las caras acicaladas a la luz del día después de las noches de perversión y lujuria disimulada.
El pintor inconformista, revolucionario y moderno, el artista bohemio que según la leyenda que recuerda Elsa Fernández – Santos (“Los papeles eróticos de Gustav Klimt”, El País, 15 de junio de 2006) vivía día y noche rodeado de mujeres desnudas se convirtió en la modernidad de nuestro siglo en objeto del merchandising más ruin y feroz, convirtiendo sus iconos en imagen de fácil venta en locales de tres al cuarto, inundando cuartos y paredes con sus imágenes de fondos dorados. Quizás la visita a Ravena y la contemplación de los mosaicos bizantinos conservados en la ciudad italiana infundieron una nueva concepción al decorativismo que inunda los fondos de las obras de su llamada “etapa dorada”. El retrato de Adele Bloch – Bauer, uno de los cuadros más caros de toda la historia contemporánea del coleccionismo, o el propio El beso, archiconocidísimo y reproducido hasta la extrema banalización, ejemplifican esta etapa en la que, sin embargo, se trasluce entre sus fondos dorados ese tema tan recurrente: la mujer como ser moderno y objeto de una sensualidad que desborda su propio cuerpo, esa femme fatale como diría Helena Celdrán (“Gustav Klimt, un pintor enganchado a sus musas” en 20 minutos, 25 de enero de 2012) que inaugura su despertar después de la dominación machista que había caracterizado a la historia.
Klimt en 1905 - Fuente
Klimt fue capaz de transmitir un nuevo lenguaje que escondía, debajo de fastos y escenas de erotismo descarnado, toda una modernidad que entraba de forma brutal en escena. Como recuerda Francisco Calvo Serraller (“En la aurora de la modernidad”, El País, 28 de octubre de 2006), no resulta extraño que su muerte en 1918 coincidiese con el colapso del antiguo Imperio austro – húngaro, derrotado y humillado tras la Gran Guerra. Klimt, en cierta forma, había sido el testigo privilegiado que fue capaz de contemplar el fin de un mundo ya obsoleto para poder predecir un futuro demasiado ansioso por entrar en escena.
 
 
Luis Pérez Armiño

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