jueves, 23 de febrero de 2012

Me quito el sombrero


Hay gente que lleva el heroísmo escrito en los genes. Personas que pasan desapercibidas porque no les mueve sucios intereses, pero que aparecen en el momento más oportuno. Todavía queda alguna alma generosa por el mundo y yo he tenido el honor de conocer a uno en concreto. Como sé que es muy tímido y no le gusta este tipo de publicidad, omitiremos que se llama Juan Fernández. A él va dirigido esto, pues considero que es un compromiso moral por mi parte dar a conocer su gesta. Lo siento Juan, pero queda poca gente como tú y últimamente no hago más que escribir de las miserias de la vida. Este relato feliz va de tu cuenta.

Pasaba nuestro amigo Juan por la calle, un día cualquiera, deshaciendo el recorrido que horas antes le había llevado a su lugar de trabajo, cumpliendo con esa rutina que realizamos todos, bueno, en estos tiempos que corren, todos no, pero no nos desviemos del tema. En ese día caprichoso, el destino iba a probar el valor de Juan. Cerca ya de casa, se vio sorprendido por gritos que llamaron su atención. Éstos procedían de un hogar situado en un primer piso y de donde salía un intenso humo. Sin dudarlo, intentó acceder al domicilio por la puerta de entrada. En esta peripecia contó con la ayuda, en todo momento, de Rafael Pérez, otro héroe que por allí pasaba, y entre ambos lograron abrir un boquete en la puerta de acceso a la vivienda. Fueron recibidos por un intenso fuego que imposibilitaba cualquier intento de rescate por ese medio, aun así, hubo el valor y la sangre fría de retirar una bombona de butano que estaba a punto de ser devorada por las llamas.

De vuelta en la calle se valoró la posibilidad de acceder al inmueble por la ventana, a una altura aproximada de cuatro metros. Tras varios intentos fallidos, Juan depositó su pie en las manos de un ciudadano, que le catapultó por los aires, consiguiendo, de esta curiosa forma, aferrarse a los cables del teléfono que cruzaban, a una altura similar a la del balcón, la calle. Sujeto de esta forma, consiguió desplazarse hasta el domicilio, donde le esperaba Rafael, que también había conseguido acceder al balcón. Allí halló a una anciana de gran envergadura y cuya edad había sobrepasado los noventa y a su hijo, de algo menos de sesenta años. El calor emanado desde dentro empezaba a hacerse insoportable, no quedaba tiempo y había que actuar con rapidez.  

Entre Juan, Rafael y el hijo de la asustada señora, cuyos nervios y peso no facilitaban la operación, consiguieron descolgarla por el balcón, quedando a unos tres metros aproximadamente del suelo. Un nutrido grupo de personas, que se había ido congregando, esperaban a la buena señora, provistos, únicamente, de una manta y sus propios cuerpos para amortiguar la caída, y de esta forma consiguieron salvarla la vida. Después se repitió la acción con el hijo, Rafael y, por fin, descendió Juan.

Son actos como este, los que te devuelven la esperanza de encontrarnos en algún momento de nuestra vida con un mundo mejor. Sé que Juan no gusta de este tipo de publicidad, porque es un héroe que no necesita de auditorio. Él no siente que hiciera algo extraordinario, simplemente acudió en ayuda de alguien que lo necesitaba, sin pensar en el propio riesgo que corría su vida. Que extraño se le hace a uno encontrar a alguien tan generoso y  dispuesto a ofrecer incluso su propia vida, sin esperar nada a cambio.

Falta el colorín colorado…

Pues vinieron dos esbirros del alcalde de la ciudad a llamarle al telefonillo de su casa, ya que le iban a entregar una medalla por su acto, y a la orden de: –¡baje usted ya!, ¡que el alcalde no puede estar esperando todo el día para estas cosas!-, le invitaron a hacerse la foto de rigor. Una foto dedicada al acto generoso de Juan y Rafael y en la que sobraba el soberbio alcalde.

¡Ay!, ¡señor alcalde!, espere cinco minutos, ¡hombre! Seguro que si en vez de Juan, el héroe, pero al fin y la cabo un chico anónimo de la calle, es la presidenta de la Diputación, la villana, la está usted esperando en calzoncillos y a cinco grados bajo cero, veinticuatro horas, si es preciso, y esa si que no ha hecho nada heroico.

Te envidio Juan, tú creciste como humano en un solo día, lo que muchos no lo harán en toda su vida.

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