miércoles, 1 de febrero de 2012

Cosas de niños

Si en algún momento me encuentro solo le llamaré, o eso es lo que pienso cuando le digo adiós al Reportero de la Ilusión. Demasiados años compartiendo experiencias ¿Cómo poder definir tantos abriles de sensaciones y sentimientos? ¡Uf!, que grande me queda ese proyecto. Tan solo la lágrima de la nostalgia en su desintegrador camino va dejando esa muestra de gloria con sabor agridulce y efecto nocivo.

Yo era pequeño, pero me acuerdo de la primera impresión, cuando vi a aquel niño enano y famélico, “gafotas y narigón”, lo que me lleva a pensar en lo poco que ha cambiado. Lucía una desgastada camiseta de la Reala, que había ganado dos ligas, estaba de moda y jugaba Arkonada. Bajo el brazo aquel viejo y ahuevado balón de balonmano, con el que nos enseñó a jugar al fútbol en aquel concurrido patio.

Presuntuosos, mas de buen corazón, inquietos por descubrir el mundo, raro era el día que esa curiosidad no terminase en una carrera al escape de algún malhumorado ciudadano. Con él infringía, con una tranquilidad pasmosa, todos y cada uno de los delitos observados en el código de la Ley Paterna. Pareja de sagaces gamberros, ignorantes, listillos y blasfemos, representábamos todos los días una nueva película, que no sabía de amores ni heroínas, tan solo genuina acción.

Todavía me acuerdo de ese día que, “estudiando” en mi casa, nos dio por tirar globos de agua desde la ventana. Pero como siempre teníamos que ir un paso más allá, el Reportero sugirió vinagre y ya en la cocina me acordé habíamos comido pescado, luego llegó lo del azafrán. En ese momento no pensamos que los proyectiles solo con agua podrían “colar”, pero añadirle vinagre, tripas de pescado y azafrán iba a causar la suficiente atención en el fulano como para molestarse en investigar sobre el origen “del extraño ovni”. Luego, esa es otra, teniendo en cuenta la reputación que me precedía, no le sería muy difícil localizarnos, como así fue.

Cuando sonó el timbre de casa me percaté de otro fallo obviado durante el fragor de la gansada y es que no habíamos tenido en cuenta que mi madre estaba leyendo en la salita, es decir, alguien iba a abrir la puerta del Tártaro. En ese momento fue cuando uno de nosotros dos dejó de pasárselo bien y me invadió por todo el cuerpo ese hormigueo tan característico que precedía a la justicia materna. Los siguientes diez minutos estuvieron monopolizados por los bramidos del indignado damnificado, tan solo interrumpidos, de vez en cuando, por un -no sabe cuanto lo siento- o un –no se preocupe que le pago la ropa- o un –¡este chico me entierra, pero antes lo entierro yo a él!-

Una vez desahogado y tranquilo, en ello influyó bastante la experiencia de mi madre, el buen hombre no quiso que se le abonara la ropa, cosa que a mi me daba absolutamente igual, pero si exigió castigo al responsable, eso ya resultaba algo molesto y más a sabiendas de tener una madre con palabra y refutada fama de cumplir con sus promesas. Siendo el escenario de la aventura mi casa, el muy c***** del Reportero se marchó como si nada, eso sí, no queriendo tentar, todavía más, a Satanás, le dejó un par de minutos de margen a la víctima. Mi final no fue tan feliz y todavía me acuerdo de las frases que me lanzó mi indignada madre, y que retengo por "redundonas", pues todas acababan vinculando mi libertad con el día de mi boda. Eso sí, en medio del sermón me sobrevino la risa floja, risas que terminaron contagiando a la justiciera, que por ello no dejo de reprenderme o se vino atrás con el castigo. Eso si, el espectáculo era propio de una obra de Dante.

Que pronto se van lo buenos momentos y que injusto es el tiempo cuando lo pasas bien. Aquellos años de peleas, recreativos y travesuras se fueron disipando. La vida seguía su curso y la pubertad desplazó a la infancia y no siendo la naturaleza una ciencia exacta, atacó con virulencia a él primero, dejándome a mi huérfano de aventuras y emoción. Por primera vez en toda la vida se convirtió en el Reportero de la mentecatería y no de la ilusión. Así fue como abandonó el reportaje de aventura y comenzó a escribir sus primeros artículos del corazón. Se alió con el enemigo, ese  ser insulso, bocón y parco en acción, que ahora se pintarrajeaba la cara y olía a matamoscas perfumado. Aunque fuese niño y no viera lógica alguna por ningún lado, acepte que el enemigo engañaba con su débil apariencia, pues era muy superior. Por primera vez había sido derrotado sin propinar ni recibir un palo. Ahí me dejó, el Reportero, con mi peonza y “su balón”. Ese día hice el más solemne juramento en la vida, ¡antes muerto que acercarme a una tía!

Tuvo que pasar un otoño y un invierno y otro otoño con otro invierno, para que perdiera la peonza y quedara sin efecto el pacto que hice con el diablo. Los días de la gominola dieron paso a los de la litrona. Tiempo después seguía sin reconocer que había claudicado ante la imposibilidad de combatir a tan poderoso enemigo. Pero fue en mi derrota cuando volvimos a encontrarnos el Reportero y yo, dos canallas con malicia renovada, dispuestos a perpetrar “otro tipo de chiquilladas”.

Me queda como moraleja que aparte de devoción es necesario tener gustos parejos para soldar la amistad y que al final, en esa discusión que siempre tuvimos con la estatura, ¡gané yo!


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