Reflexiones de Letravio de Zingolo tras su vuelta de Grecia:
Mi viaje no hizo más que
avalar lo que ya desde hace mucho tiempo tenía como certeza. La Iglesia ha
fundamentado su autoridad en la mentira, que sostiene con una única palabra,
fe. Bajo esa tesitura, matan y torturan a gente que no ha cometido un pecado
mayor, según su propia escala de valoración, que la que comenten impunemente
sus propios representantes. Resulta curioso que mientras su propio Dios predica
la clemencia, la generosidad con el pobre para establecer un sistema de igualdad
entre todos los hombres; los dirigentes de la Iglesia se dedican en los
concilios a debatir cuáles son las ropas que han de llevar. La frivolidad y
crueldad de esta religión, de este falso ídolo, es inusitada. Entiendo así el
enfado de Zeus, pues no solo le han desterrado con la falacia, sino que le han abandonado.
Se han desviado del camino con sus falsas ideas y con ello han arrastrado a
toda la población al exterminio. Pues no habrá de ser compasivo Zeus con el
hombre.
No era
ajeno a los diversos conflictos existentes en el seno de la Iglesia, conflictos
derivados del cómo proceder a la inventiva que diera lógica a una religión que
tenía claros déficits de consistencia. Pero otras circunstancias se escapaban a
mi conocimiento y que gracias a este viaje fui descubriendo. Así pude
percatarme que Jesús de Nazaret no había nacido el 25 de diciembre, sino que
fue una de tantas farsas, que en este caso buscaba terminar con las tradicionales
fiestas paganas de las saturnales. Escuché historias sorprendentes y
desconcertantes, en ocasiones aterradoras, sobre los mecanismos utilizados para
asentarse en el poder. Pasaron las víctimas a ser verdugos, y en ese camino,
profanaron la palabra de su Señor. Siete eran los pecados, que señalaban en su
código de leyes, que un hombre jamás podría cometer. Siete fueron los pecados
cometidos por los gerifaltes de esa cínica religión. Hombres aterradores que
mentían, mataban, torturaban, se enriquecían, en nombre del amor y la piedad. Entre
ellos, Gregorio I el Magno, el peor de los diablos que jamás han existido. El
hombre que vendió la cultura greco-romana a los bárbaros del norte, a cambio
del sometimiento de estos a la voluntad de su Dios.
No puedo por menos que
reverenciar, con cierta ironía, el trabajo de estos hombrecitos grises. Pues
blandiendo como arma la más simplona de las majaderías, han logrado atraerse al
pueblo. Se aprovecharon de la debilidad y decadencia de Roma para poner sus
huevos de basilisco. Prometieron un mundo eterno, de felicidad y dicha, a
cambio del sufrimiento en la vida terrenal. Vida de trabajo y tortura que
habría de aportar la riqueza material, tan ansiada por obispos y abades, como
odiada por su Dios. La fe no es un acto de creencia, pues cuando es impuesta,
pasa a convertirse en un mecanismo de sometimiento y esclavitud. Nada mejor que
imponer con miedo lo que escapa a la lógica para someter al ignorante. La
“infinita bondad” celestial de su Dios quedó empañada por el puño de hierro del
que hacían uso los hombres que se llamaban a si mismos “sus representantes en
la Tierra”. Y yo me pregunto: ¿Quién son ellos para atribuirse la potestad
divina? Hablan continuamente del juicio celestial, pero aquel que se opone a su
voluntad, probará también el juicio terrenal. Obviando con ello uno de los
pilares de su código, que expone con claridad que ningún hombre puede matar a
su semejante. Hablan de vida eterna, sin embargo han creado el Imperio de la
muerte y las sombras. No merecen más que recibir la propia ira que vierten
sobre sus víctimas.
Poder y oro, esas son todas
las ambiciones de la Iglesia. Pero en su nefasto cometido olvidaron que desde
el Olimpo se les vigila. No espera el orgulloso Crónida nada más que el momento
adecuado para actuar. Y no requiere engalanarse con la patraña, pues es bien
sabido el destino que le espera a la humanidad, el Tártaro.
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