viernes, 9 de agosto de 2013

Sobre el cristianismo



Reflexiones de Letravio de Zingolo tras su vuelta de Grecia:


Mi viaje no hizo más que avalar lo que ya desde hace mucho tiempo tenía como certeza. La Iglesia ha fundamentado su autoridad en la mentira, que sostiene con una única palabra, fe. Bajo esa tesitura, matan y torturan a gente que no ha cometido un pecado mayor, según su propia escala de valoración, que la que comenten impunemente sus propios representantes. Resulta curioso que mientras su propio Dios predica la clemencia, la generosidad con el pobre para establecer un sistema de igualdad entre todos los hombres; los dirigentes de la Iglesia se dedican en los concilios a debatir cuáles son las ropas que han de llevar. La frivolidad y crueldad de esta religión, de este falso ídolo, es inusitada. Entiendo así el enfado de Zeus, pues no solo le han desterrado con la falacia, sino que le han abandonado. Se han desviado del camino con sus falsas ideas y con ello han arrastrado a toda la población al exterminio. Pues no habrá de ser compasivo Zeus con el hombre.

            No era ajeno a los diversos conflictos existentes en el seno de la Iglesia, conflictos derivados del cómo proceder a la inventiva que diera lógica a una religión que tenía claros déficits de consistencia. Pero otras circunstancias se escapaban a mi conocimiento y que gracias a este viaje fui descubriendo. Así pude percatarme que Jesús de Nazaret no había nacido el 25 de diciembre, sino que fue una de tantas farsas, que en este caso buscaba terminar con las tradicionales fiestas paganas de las saturnales. Escuché historias sorprendentes y desconcertantes, en ocasiones aterradoras, sobre los mecanismos utilizados para asentarse en el poder. Pasaron las víctimas a ser verdugos, y en ese camino, profanaron la palabra de su Señor. Siete eran los pecados, que señalaban en su código de leyes, que un hombre jamás podría cometer. Siete fueron los pecados cometidos por los gerifaltes de esa cínica religión. Hombres aterradores que mentían, mataban, torturaban, se enriquecían, en nombre del amor y la piedad. Entre ellos, Gregorio I el Magno, el peor de los diablos que jamás han existido. El hombre que vendió la cultura greco-romana a los bárbaros del norte, a cambio del sometimiento de estos a la voluntad de su Dios.

No puedo por menos que reverenciar, con cierta ironía, el trabajo de estos hombrecitos grises. Pues blandiendo como arma la más simplona de las majaderías, han logrado atraerse al pueblo. Se aprovecharon de la debilidad y decadencia de Roma para poner sus huevos de basilisco. Prometieron un mundo eterno, de felicidad y dicha, a cambio del sufrimiento en la vida terrenal. Vida de trabajo y tortura que habría de aportar la riqueza material, tan ansiada por obispos y abades, como odiada por su Dios. La fe no es un acto de creencia, pues cuando es impuesta, pasa a convertirse en un mecanismo de sometimiento y esclavitud. Nada mejor que imponer con miedo lo que escapa a la lógica para someter al ignorante. La “infinita bondad” celestial de su Dios quedó empañada por el puño de hierro del que hacían uso los hombres que se llamaban a si mismos “sus representantes en la Tierra”. Y yo me pregunto: ¿Quién son ellos para atribuirse la potestad divina? Hablan continuamente del juicio celestial, pero aquel que se opone a su voluntad, probará también el juicio terrenal. Obviando con ello uno de los pilares de su código, que expone con claridad que ningún hombre puede matar a su semejante. Hablan de vida eterna, sin embargo han creado el Imperio de la muerte y las sombras. No merecen más que recibir la propia ira que vierten sobre sus víctimas.

Poder y oro, esas son todas las ambiciones de la Iglesia. Pero en su nefasto cometido olvidaron que desde el Olimpo se les vigila. No espera el orgulloso Crónida nada más que el momento adecuado para actuar. Y no requiere engalanarse con la patraña, pues es bien sabido el destino que le espera a la humanidad, el Tártaro.

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