James
contemplaba ensimismado el nauseabundo banquete de la salvaje jauría de gatos.
Frente a la repugnancia de la escena, James podía encontrar cierta satisfacción
en los hocicos sumergidos en la masa viscosa y sanguinolenta de entrañas. Una
imagen icónica que tomaba forma en su mente a medida que los restos eran
reducidos a la nada gracias al ímpetu irrefrenable del hambre satisfecho al
calor de las oportunidades.
Un
golpe de aire seco y pegajoso desperezó a un atribulado James. El viento fétido
se introdujo con decisión por sus vías respiratorias y llenó de pleno sus
pulmones. Era una brisa hedionda, casi plástica y palpable. Se podía masticar y
dejaba en la boca un regusto amargo y repugnante.
El
aire de Pooltron Cuty se caracterizaba por su estado viciado. La ciudad se
encontraba enclavaba en medio de un mar de huertos y campos de cultivo. Los
agricultores que poblaban los alrededores de la ciudad tenían a bien fertilizar
sus tierras con los excrementos de la escasa ganadería porcina que se criaba en
el lugar. El resultado, dependiendo del capricho de las corrientes, era un
viento que azotaba cíclicamente la ciudad cargado de malolientes aromas que se
impregnaban con molesta insistencia en las narices y profundizaban por la
garganta hasta revolver los estómagos. En las horas de más calor el ambiente de
Pooltron City era irrespirable.
El
trazado de la ciudad se resumía en un complejo de angostas calles que se
sucedían sin orden ni sentido de forma laberíntica. Viejos cascarones que
hacían las veces de vetustos edificios parecían disputarse los terrenos más
próximos a un centro urbano donde se resumían todos los poderes que gobernaban
con mano de hierro los designios ciudadanos. A esa plaza daban los aireados y
luminosos despachos de Frank Meadows en el ayuntamiento. Desde allí, el señor
alcalde arengaba a sus vecinos y lograba su estúpido apoyo. Se decía que sus
palabras, llenas de dulzura encendida, funcionaban como un mágico elixir que
enardecía a las masas y desmayaba entre estridencias de placer tanto a hombres
como a mujeres. Ese era Frank y su porte. Siempre, a su espalda, su mujer y su
séquito.
En
Pooltron City no se precisaba ningún tipo de habilidad, ni de sabiduría ni
capacidad, ni era necesario disponer de dotes especiales. Simplemente imperaba
la ley del favoritismo, del más fuerte. Tú me debes un favor. Yo soy dueño y
señor de tu misma vida, de tus pertenencias, de tu familia, de tu esposa o
esposo, de tus hijos y de tu destino. Por mi parte, yo debo un favor a un señor
más poderoso aún. Así de una forma interminable hasta lograr crear una pirámide
obscena, una red infinita de clientelismos serviles gobernada por el deseo
irrefrenable de poder del que hacen gala el Sr. Meadows y esposa. Sencillo y
efectivo. James se perdía en el océano de carne, con muchos a los que deber y
otros tantos a los que exigir.
Pooltron
City es suciedad y basura acumulada en sus esquinas impregnando de los más
variopintos olores vías y paseos. Orines, vómitos y demás desperdicios
putrefactos formaban artísticas vetas en las aceras. Los edificios, artificios
que engalanan sus exteriores con gusto desmedido, incluso abusivo, sin orden ni
concierto, llenos de artificios tan falsos como inútiles. Su estructura, de piedra
barata y porosa, asequible a la factura del tiempo y del desgaste. Los
interiores sobrios y abandonados hasta el límite de lo miserable. Contenidos
vacíos.
Todo
era mentira en Pooltron City. Sus habitantes, más dados a la farándula y a los
espectáculos vacuos y sin sentido, adoraban los oropeles y los falsas artimañas
con las que se dejaban cegar. Pan, escaso y mohoso, y circo, mucho circo,
satisfacían las necesidades primarias de los ciudadanos y las ciudadanas. Los
espacios públicos se convertían en un triste escaparate de vanidades donde
hombres y mujeres jugaban al desconcierto y lucían sus mejores galas y
atuendos, ricos y plenos de oros falsos y devaluados, brillos estridentes que
apenas disimulaban la verdadera esencia de una ciudad infesta.
Los
ciudadanos y ciudadanas de Pooltron Cuty, entre susurros, siempre mirando a su
espalda, se atrevían a calificar la ciudad como un vertedero de favores y
corruptelas. Si Frank y sus matones aparecían a la vuelta de la esquina, esos
mismos detractores forzaban una exagerada sonrisa de oreja a oreja y saludaban
al señor Meadows con una ligera inclinación descubriendo su cabeza. Mejor estar
a bien con don Frank y sus hombres, incluso agonizando en el vertedero. James
era uno de esos aduladores que despotricaba en la tranquilidad de su soledad
contra las gestiones de Frank pero que luego se jactaba de ser el más rastrero
e incondicional de sus servidores.
James
tenía su pequeño negocio donde representaba a una gran empresa cerca de la
plaza principal.
Luis Pérez Armiño
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