sábado, 3 de agosto de 2013

James Redneck y el sexo opuesto (y II). Mentes enfermizas



El sol siempre sale, James. No de la misma manera para todos; pero, al fin y al cabo, siempre sale.

Unos tímidos rayos de sol se atrevieron a asomar entre los nubarrones negros de la tormenta. Parecía que el cielo ya se había agotado de derramar líquido y más líquido sobre los infelices mortales que pueblan la tierra. Algunas gotas se escurrían desde los altos edificios y desde las cornisas cayendo sin aviso sobre los viandantes confiados que cerraban con satisfacción sus paraguas y abandonaban sus refugios temporales. Muchas permanentes se arruinaban en estos cantos de cisne de las tormentas de verano.

En uno de esas covachas artificiales todavía se resguardaba el séquito del Sr. Meadows y señora. El alcalde sostenía de forma estoica la mirada sobre un petulante y adulador James que no dejaba de vomitar halagos y demás lisonjas por su boca podrida.

James Redneck disponía de una capacidad innata asombrosa. Su boca podía decir, gritar, exclamar y susurrar multitud de sentencias mientras su mente permanecía absorta en cualquier otro asunto totalmente ajeno a su discurso.

James, entre alabanza y alabanza, fue el único que se percató de la tórrida mirada que la exuberante secretaria dirigía a la fornida espalda de la Sra. Coiffeur. Sus ojillos maliciosos brillaron. En su mente se arremolinaban miles y miles de fotogramas (era habitual consumidor y excelente cliente de la siempre pujante industria pornográfica) en los que atrapaba y forzaba bajo su poderoso peso a la bella rubia mientras ésta no cesaba de gritar improperios que escondían un mal disimulado deseo. A pesar de las reticencias iniciales de la joven, al final siempre caería rendida a sus lubricados encantos. La muchacha rubia, de escultural y voluptuosa figura, se convertiría en una amante deseosa e insaciable que suspira por ser poseída de forma brutal por el ardoroso James Redneck.

De vez en cuando, por obra y gracia de algunas malas jugadas de una imaginación enfermiza, se entremezclaban instantáneas que situaban a James frente al cuerpo de Ruth, una especie de choque telúrico entre dos masas informes y gelatinosas entregadas a las más variadas pasiones carnales. Era algo así como una molesta interferencia que, sin embargo, en lo más fondo de su cerebro primario y animal, contenía un pequeño punto de excitación insana. En esos momentos, James cerraba los ojos con fuerza exagerada tratando de borrar esa escena de su imaginación y reconcentraba sus escasas capacidades emocionales en el acoso y derribo de la esbelta secretaria.

Más inquietante le resultaba la presencia de Frank Meadows en estos escenarios irreales. Cuando yacía en la cama sobre el escultural cuerpo de la rubia secretaria, mientras se esforzaba por mantener vivo su deseo y en su frente se arremolinaba el sudor, oía por detrás una voz masculina y grave. Frank acaba de entrar en la estancia y se acercaba con un extraño brillo en sus ojos que no apartaba de James. Se quitaba con gracia el sombrero y lo dejaba caer descuidadamente mientras se desabrochaba la chaqueta…

En la mente de James se sucedieron en apenas unos minutos multitud de escenarios y encuentros carnales. Su cerebro, en cuestión sexual, era su órgano más eficiente y rápido. Lo que para James habían sido horas y horas de entregada e ilusoria pasión física con la secretaria, la corpulenta Ruth y el tercer invitado, Frank, para el resto de los presentes habían sido tediosos minutos frente a un ser enano e informe que se deshacía relamiendo la figura del alcalde.

El discurso del Sr. Redneck fue interrumpido bruscamente. Peor aún, sus bochornosas fantasías se esfumaron mientras una ligera molestia en el hombro devolvió a la realidad a James.

–Disculpe, Sr. Redneck- Frank golpeaba el hombro de James como si tratase de hacerle despertar de un profundo sueño. –Nos alegra haberle visto, pero ha dejado de llover y tenemos que continuar nuestro camino­.

Frank miró al cielo con inquietud buscando que la tregua se prolongase el suficiente tiempo como para asegurar su huida. Ofreció su brazo a su esposa. Ruth lo aceptó con evidente desgana. La comitiva se ponía en marcha al ritmo del escandaloso contoneo de la secretaria del Sr. Meadows. Frank giró un instante su cabeza y miró con suficiencia a un mojado, y esta vez húmedo, James.

–Por cierto, James, ya sabe donde está mi despacho- apuntó el Sr. Meadows mientras su voz se perdía en la lejanía.

Frank se despidió con una ligera sonrisa ladeada llena de ironía. Sus ojos atravesaban el cuerpo de James. Su séquito se alejó por las calles limpias por la lluvia. James no apartaba la vista de las sinuosas curvas de la secretaria.

Luis Pérez Armiño


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