El
sol siempre sale, James. No de la misma manera para todos; pero, al fin y al
cabo, siempre sale.
Unos
tímidos rayos de sol se atrevieron a asomar entre los nubarrones negros de la tormenta. Parecía
que el cielo ya se había agotado de derramar líquido y más líquido sobre los
infelices mortales que pueblan la tierra. Algunas gotas se escurrían desde los
altos edificios y desde las cornisas cayendo sin aviso sobre los viandantes
confiados que cerraban con satisfacción sus paraguas y abandonaban sus refugios
temporales. Muchas permanentes se arruinaban en estos cantos de cisne de las
tormentas de verano.
En
uno de esas covachas artificiales todavía se resguardaba el séquito del Sr.
Meadows y señora. El alcalde sostenía de forma estoica la mirada sobre un
petulante y adulador James que no dejaba de vomitar halagos y demás lisonjas
por su boca podrida.
James
Redneck disponía de una capacidad innata asombrosa. Su boca podía decir,
gritar, exclamar y susurrar multitud de sentencias mientras su mente permanecía
absorta en cualquier otro asunto totalmente ajeno a su discurso.
James,
entre alabanza y alabanza, fue el único que se percató de la tórrida mirada que
la exuberante secretaria dirigía a la fornida espalda de la Sra. Coiffeur. Sus
ojillos maliciosos brillaron. En su mente se arremolinaban miles y miles de
fotogramas (era habitual consumidor y excelente cliente de la siempre pujante
industria pornográfica) en los que atrapaba y forzaba bajo su poderoso peso a
la bella rubia mientras ésta no cesaba de gritar improperios que escondían un
mal disimulado deseo. A pesar de las reticencias iniciales de la joven, al
final siempre caería rendida a sus lubricados encantos. La muchacha rubia, de
escultural y voluptuosa figura, se convertiría en una amante deseosa e
insaciable que suspira por ser poseída de forma brutal por el ardoroso James
Redneck.
De
vez en cuando, por obra y gracia de algunas malas jugadas de una imaginación
enfermiza, se entremezclaban instantáneas que situaban a James frente al cuerpo
de Ruth, una especie de choque telúrico entre dos masas informes y gelatinosas
entregadas a las más variadas pasiones carnales. Era algo así como una molesta
interferencia que, sin embargo, en lo más fondo de su cerebro primario y
animal, contenía un pequeño punto de excitación insana. En esos momentos, James
cerraba los ojos con fuerza exagerada tratando de borrar esa escena de su
imaginación y reconcentraba sus escasas capacidades emocionales en el acoso y
derribo de la esbelta secretaria.
Más
inquietante le resultaba la presencia de Frank Meadows en estos escenarios
irreales. Cuando yacía en la cama sobre el escultural cuerpo de la rubia
secretaria, mientras se esforzaba por mantener vivo su deseo y en su frente se
arremolinaba el sudor, oía por detrás una voz masculina y grave. Frank acaba de
entrar en la estancia y se acercaba con un extraño brillo en sus ojos que no
apartaba de James. Se quitaba con gracia el sombrero y lo dejaba caer
descuidadamente mientras se desabrochaba la chaqueta…
En
la mente de James se sucedieron en apenas unos minutos multitud de escenarios y
encuentros carnales. Su cerebro, en cuestión sexual, era su órgano más
eficiente y rápido. Lo que para James habían sido horas y horas de entregada e
ilusoria pasión física con la secretaria, la corpulenta Ruth y
el tercer invitado, Frank, para el resto de los presentes habían sido tediosos
minutos frente a un ser enano e informe que se deshacía relamiendo la figura
del alcalde.
El
discurso del Sr. Redneck fue interrumpido bruscamente. Peor aún, sus
bochornosas fantasías se esfumaron mientras una ligera molestia en el hombro
devolvió a la realidad a James.
–Disculpe,
Sr. Redneck- Frank golpeaba el hombro de James como si tratase de hacerle
despertar de un profundo sueño. –Nos alegra haberle visto, pero ha dejado de
llover y tenemos que continuar nuestro camino.
Frank
miró al cielo con inquietud buscando que la tregua se prolongase el suficiente
tiempo como para asegurar su huida. Ofreció su brazo a su esposa. Ruth lo
aceptó con evidente desgana. La comitiva se ponía en marcha al ritmo del
escandaloso contoneo de la secretaria del Sr. Meadows. Frank giró un instante
su cabeza y miró con suficiencia a un mojado, y esta vez húmedo, James.
–Por
cierto, James, ya sabe donde está mi despacho- apuntó el Sr. Meadows mientras
su voz se perdía en la lejanía.
Frank
se despidió con una ligera sonrisa ladeada llena de ironía. Sus ojos
atravesaban el cuerpo de James. Su séquito se alejó por las calles limpias por la lluvia. James no
apartaba la vista de las sinuosas curvas de la secretaria.
Luis
Pérez Armiño
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