En muchas
ocasiones el artista debe hacernos adivinar los sentimientos y emociones que se
esconden detrás de sus obras. Durante mucho tiempo, especialmente en la España
de los siglos XVI y XVII, un país donde la religión impregnaba desde sus
cimientos todas las bases del ordenamiento social, cultural, político e,
incluso, económico, el arte se entendía como un trabajo, una artesanía cuyo fin
era conmover el espíritu del fiel. Dejando de lado cualquier apreciación
estética, una escultura o una pintura se concebía como un objeto plenamente
utilitario. Y el artista debía ser capaz de imprimir esa especial expresividad
que tanto demandaba la clientela religiosa para mantener la rectitud de los
fieles.
Durante el
siglo XVI, Valladolid es una de las principales capitales artísticas del reino
de Castilla y de toda la península Ibérica. Su prosperidad encontró eco en la
fundación de centros religiosos que demandaban una importante cantidad de obras
de arte para completar sus fundaciones. Uno de estos fue el monasterio de San
Benito el Real, cuya iglesia precisaba de un gran retablo que otorgase la
necesaria dignidad que el recinto exigía. La obra se encargó a un escultor controvertido
pero de sobrada reputación, capaz de hacer frente a un encargo de tales
dimensiones. Era Alonso de Berruguete, hijo del pintor Pedro.
Detalle de la cabeza de Abraham Museo Nacional de Escultura de Valladolid - MECD |
Alonso se
había formado en el taller paterno, pero tuvo la posibilidad de completar su
educación en el principal centro artístico de la Europa del XVI, Italia. Allí
pudo aprender las formas clásicas emanadas de los principios renacentistas y,
sobre todo, comprendió la forma de hacer de un Miguel Ángel, empeñado en la
ruptura de los modelos clasicistas que habían imperado en el panorama artístico
italiano. Así, en la formación del joven Berruguete confluía el clasicismo que
bebió en Italia (se dice que hizo una copia del recientemente descubierto Laocoonte), asimilando las nuevas
maneras enunciadas por Miguel Ángel, pero sin olvidar su poso castellano, donde
la pervivencia de ese especial expresionismo goticista todavía seguía latente
en las artes.
Una de las
obras cumbre del escultor fue el Sacrificio
de Isaac, escultura de bulto redondo que formaba parte del retablo
encargado para la iglesia del monasterio de San Benito el Real en Valladolid. En la actualidad en el Museo Nacional de Escultura de
Valladolid, esta pieza resume las características estilísticas de Berruguete.
Técnicamente, nos encontramos ante una talla en madera, tan del gusto español,
en la que destacan los efectos del dorado al que tan aficionado era. Pero, sin
duda, interesa más el tremendo efecto expresivo logrado en el conjunto total de
la composición y en cada uno de sus detalles.
Monasterio de San Benito el Real, Valladolid Fotografía: Rowanwindwhistler - Fuente |
Berruguete
representa el momento en que Abraham, obedeciendo el cruel mandato divino, está
dispuesto a inmolar a su único hijo, que se dispone a recibir el mortal
cuchillo que ponga fin a su vida en honor de la gloria divina y como
demostración de la fe inquebrantable de su padre. Sin embargo, en última
instancia, un ángel detiene el atroz sacrificio creyendo Yahvé que se había
demostrado con creces la fidelidad de Abraham.
El escultor
pone en práctica todos sus conocimientos en esta genial talla. Las estudiadas y
potentes anatomías recuerdan los modelos miguelangelescos, mientras que la
crueldad y lo incoherente del mandato divino encuentra respuesta en la
ferocidad expresiva de los rostros, hasta el punto de deformarlos: el de un
Abraham que levanta su mirada hacia el cielo sin hallar explicación a la desalmada
petición de ese dios al que tantas veces había probado su fe, mientras su boca
se estremece ante la obligación incomprensible que decide acatar sin ningún
tipo de duda; o la perdida mirada de su hijo Isaac que inocentemente preguntaba
poco antes dónde se encontraría el sacrificio para ofrecer a Jehová y no sabía
que se trataba de él mismo cuando su padre le contestaba aquel “Dios proveerá”. Y precisamente contrasta
el rostro en cierta calma tensa de un Isaac frente a la desesperación de un
padre que ha de perder a su hijo.
Todo este
torbellino de emociones se concentra en el canon alargado de las figuras, en
esa especie de disposición helicoidal que lo único que hace es reforzar la
sensación de incredulidad ante la cruel intransigencia de un dios deseoso de la
sangre de sus hijos. La talla nerviosa de Berruguete fue la capaz de generar
todo un torrente de emociones mediante el frenético trabajo de la madera que le
convirtió en un escultor digno de los mejores maestros de un gran siglo
escultórico como fue el XVI.
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