James
mira con estupor a Frank Meadows, señora y comitiva mientras se alejan. Su
rostro ha enrojecido ante el último comentario del señor alcalde. ¿Qué intención
se ocultaba detrás de esa expresión tan ladina de “Por cierto, James, ya sabe dónde está mi despacho”? Frank Meadows
es un hombre poderoso pero quizás no tanto como para leer el encefalograma
plano que es la mente de James Redneck. O sí…
Un
frío sudor recorre la frente de James. A lo mejor el señor Meadows se ha fijado
en los ojillos de Redneck, encendidos en sangre como si fuese un fiero sátiro
dispuesto a montar cualquier hembra que se cruzase en su camino. Puede que se
haya percatado de su exceso de salivación. Quizás el rubor de sus mejillas era
demasiado evidente. Corre James, corre… escapa antes de que el Sr. Meadows o su
esposa Ruth, incluso su secretaria, adivinen tus pensamientos obscenos… ¡Corre!
James
Redneck escondió sus pequeñas manos en los bolsillos del pantalón. Pretendía disimular
una incipiente y desganada erección. Agachó aún más de lo normal su cabeza. No
quería que nadie pudiese ver su rostro sonrojado y su frente sudorosa. E inició
un desacompasado trote borriquero. Debía alejar sus pensamientos oscuros del señor
Frank Meadows y su séquito. Caminaba sin un rumbo preciso. Su mirada se
centraba en sus zapatos, de un plástico marrón que pretendía imitar calidades
más nobles; se tambaleaban como dos barcas a la deriva sobre las inmensas suelas
de goma negra.
Cada
paso sobre levantaba un estridente chirrido que se adhería con hiriente
persistencia a los oídos de James. Aquellas suelas desgastadas por el paso de
los años se aferraban a cualquier superficie. James era un hombre que sentía
una profunda desidia para todo aquello que le obligase a abrir su cartera y
aflojar algunos de los billetes que atesora con tanto empeño.
James
era incapaz de levantar la vista del suelo.
James
podía ver la suciedad acumulada e incrustada en el suelo. Restos e inmundicias,
las sobras de noches de excesos. Regueros y ríos de antiguos vómitos que habían
tatuado la piel de las calles. Hacía tiempo que nadie se preocupaba por regar
las aceras. La porquería estaba allí, impasible, formando parte del paisaje
urbano. En el suelo, en las paredes y hasta en el propio cielo. Ni siquiera una
feroz tormenta de verano podía lavar la cara de una ciudad sucia y azotada por los
vientos cargados de hedor que llegaban desde vertederos saturados demasiado
cercanos.
Un
ruido sobresaltó a un huidizo James Redneck y le hizo levantar la vista. Un extraño
zumbido llegó desde el cielo creciendo en intensidad hasta que concluyó en el
sonido seco de un plástico que reventaba por el impacto contra la sucia acera.
Una bolsa blanca se estrellaba contra el suelo y sus tripas se dispersaban con un
escándalo nauseabundo. Raspas y cabezas de pescado, trozos sin identificar de
algún animal informe, verduras oscurecidas y gelatinosas, y restos putrefactos
de carne se esparcieron de forma aleatoria formando un peculiar retazo expresionista
en la calle. De
la nada, una manada piojosa de gatos, adultos y crías sin identificar, de todos
los tipos y colores, se abalanzó sobre los restos podridos de alguna comida que
había tenido lugar en el tercer piso del bloque de viviendas que había vomitada
aquella bolsa inmunda.
Luis
Pérez Armiño
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