sábado, 10 de agosto de 2013

La ciudad de Frank Meadows y los zapatos de James Redneck



James mira con estupor a Frank Meadows, señora y comitiva mientras se alejan. Su rostro ha enrojecido ante el último comentario del señor alcalde. ¿Qué intención se ocultaba detrás de esa expresión tan ladina de “Por cierto, James, ya sabe dónde está mi despacho”? Frank Meadows es un hombre poderoso pero quizás no tanto como para leer el encefalograma plano que es la mente de James Redneck. O sí…

Un frío sudor recorre la frente de James. A lo mejor el señor Meadows se ha fijado en los ojillos de Redneck, encendidos en sangre como si fuese un fiero sátiro dispuesto a montar cualquier hembra que se cruzase en su camino. Puede que se haya percatado de su exceso de salivación. Quizás el rubor de sus mejillas era demasiado evidente. Corre James, corre… escapa antes de que el Sr. Meadows o su esposa Ruth, incluso su secretaria, adivinen tus pensamientos obscenos… ¡Corre!

James Redneck escondió sus pequeñas manos en los bolsillos del pantalón. Pretendía disimular una incipiente y desganada erección. Agachó aún más de lo normal su cabeza. No quería que nadie pudiese ver su rostro sonrojado y su frente sudorosa. E inició un desacompasado trote borriquero. Debía alejar sus pensamientos oscuros del señor Frank Meadows y su séquito. Caminaba sin un rumbo preciso. Su mirada se centraba en sus zapatos, de un plástico marrón que pretendía imitar calidades más nobles; se tambaleaban como dos barcas a la deriva sobre las inmensas suelas de goma negra.

Cada paso sobre levantaba un estridente chirrido que se adhería con hiriente persistencia a los oídos de James. Aquellas suelas desgastadas por el paso de los años se aferraban a cualquier superficie. James era un hombre que sentía una profunda desidia para todo aquello que le obligase a abrir su cartera y aflojar algunos de los billetes que atesora con tanto empeño.

James era incapaz de levantar la vista del suelo.

James podía ver la suciedad acumulada e incrustada en el suelo. Restos e inmundicias, las sobras de noches de excesos. Regueros y ríos de antiguos vómitos que habían tatuado la piel de las calles. Hacía tiempo que nadie se preocupaba por regar las aceras. La porquería estaba allí, impasible, formando parte del paisaje urbano. En el suelo, en las paredes y hasta en el propio cielo. Ni siquiera una feroz tormenta de verano podía lavar la cara de una ciudad sucia y azotada por los vientos cargados de hedor que llegaban desde vertederos saturados demasiado cercanos.

Un ruido sobresaltó a un huidizo James Redneck y le hizo levantar la vista. Un extraño zumbido llegó desde el cielo creciendo en intensidad hasta que concluyó en el sonido seco de un plástico que reventaba por el impacto contra la sucia acera. Una bolsa blanca se estrellaba contra el suelo y sus tripas se dispersaban con un escándalo nauseabundo. Raspas y cabezas de pescado, trozos sin identificar de algún animal informe, verduras oscurecidas y gelatinosas, y restos putrefactos de carne se esparcieron de forma aleatoria formando un peculiar retazo expresionista en la calle. De la nada, una manada piojosa de gatos, adultos y crías sin identificar, de todos los tipos y colores, se abalanzó sobre los restos podridos de alguna comida que había tenido lugar en el tercer piso del bloque de viviendas que había vomitada aquella bolsa inmunda.
 
Luis Pérez Armiño

No hay comentarios:

Publicar un comentario