Comunión de Santa Teresade Juan Martín Cabezalero (1633 - 1673) Museo Lázaro Galdiano, Madrid - Fuente |
Adoración de los pastores, 1611 - 13 Juan Bautista Maíno Museo del Prado, Madrid - Fuente |
Esos
límites tan precisos no son más que meras apreciaciones inexactas de la
realidad pictórica española del XVII. Ya lo apuntaba Jonathan Brown (La edad de oro de la pintura española, 1990) cuando entendía la pintura
barroca dentro de un contexto más amplio que habría que retraer hasta la
segunda mitad del siglo XV o, especialmente, con la actividad de mecenazgo de Felipe
II (1556 – 1598); o cuando Alfonso Pérez Sánchez (Pintura barroca en España, 1600 – 1750, 2000) insiste en las prolongaciones de las
formas barrocas más allá de 1700, a pesar de la entrada de los Borbones en la corte
de Madrid. La estética se mantuvo, más en los centros de producción regionales,
donde una clientela en exceso conservadora, eclesial, seguía aferrada a las
antiguos maneras.
Todos
los especialistas, haciendo hincapié en la limitación difusa del periodo, distinguen
dos momentos de especial importancia en la estética pictórica barroca española.
En la definición de estos periodos es de crucial importancia entender las
aportaciones foráneas a los reinos ibéricos.
Siempre
se asimila la pintura barroca española con un realismo descarnado. Un realismo que debería ser
matizado, como hace Joaquín Yarza Luaces, al entenderlo como una aproximación de hacer sensible lo espiritual
y viceversa, otorgando un carácter dual a los postulados exigidos por la clientela religiosa.
Normalmente
se asimila el realismo tenebrista que domina la primera mitad del siglo XVII
con las influencias caravaggistas
llegadas desde Italia, especialmente a través de la obra de Ribera en Nápoles.
Sin embargo, Pérez Sánchez o Brown, entre otros, insisten en tratar de
encontrar ese naturalismo tenebrista en la propia esencia estética española,
tan del gusto de los realismos descarnados. Esa preferencia se vería
recompensada por la presencia de artistas italianos llamados para participar en
la faraónica obra escurialense de Felipe II. A partir del monasterio de El
Escorial, los principios del peculiar modo pictórico italiano de finales del
XVI serían asimilados por los pintores españoles desarrollando ese peculiar naturalismo tenebrista que muchos han
pretendido tan ibérico.
Sagrada Familia, segunda mitad del siglo XVII Claudio Coello Museo de Bellas Artes de Budapest - Fuente |
A
mediados de siglo, coincidiendo con la subida al trono de Felipe IV (1621 - 1665),
y especialmente con la construcción del palacio del Buen Retiro (a partir de 1630), nuevas corrientes marcarán el devenir artístico.
En este caso predomina un barroco, triunfal, que llega desde Flandes y, en
particular, a partir de las obras de Rubens,
pintor especialmente apreciado por el rey español y por algunos miembros
entendidos de su Corte
más próxima. Los pintores españoles, especialmente los relacionados con los ambientes cortesanos, pudieron admirar este nuevo barroco glorioso, pleno, teatral y
lleno de colorido y movimiento que festeja una Iglesia católica triunfante. Con
el ocaso del siglo, este barroco exultante de origen flamenco se ve enriquecido
con la llegada de pintores italianos, fresquistas en concreto (Mitelli y
Colonna, más tarde Luca Giordano) que no hacen más que ahondar en esa idea
victoriosa del barroco pictórico.
Entendiendo
la permeabilidad de unos límites prácticamente imposibles de establecer
dependiendo de maestros, regiones y clientes, estas formas estilísticas se
extenderían hasta bien mediado el siglo XVIII. Y sólo serían superadas tras la
implantación de las academias que debían regir los destinos
artísticos del país.
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