Estamos prácticamente a una semana del fin del mundo
y ni siquiera nos hemos planteado desde este blog un tratamiento del tema
meridianamente claro. Y, sin embargo, lo que más me preocupa, lo que me ronda
por la cabeza constantemente desde hace un par de días, es que no me he parado
a considerar a nivel personal las implicaciones, graves y profundas, en el
supuesto próximo fin del mundo previsto para la rimbombante fecha del 21 de
diciembre de 2012 según las estimaciones del calendario maya. De repente, aquel
pueblo prehispánico, desaparecido en las tinieblas del misterio histórico, pasó
a ocupar el centro de nuestras mentes y de nuestros pensamientos; dejaron las
páginas del National Geographic y
ocuparon las portadas de los principales rotativos del mundo entero. Un antiguo
calendario nos ponía ante los ojos de la hecatombe apocalíptica del fin del
mundo. Los jinetes desempolvan sus monturas y preparaban sus cabalgaduras para
orearse triunfantes y amenazadores dando caza a los restos de la humanidad. Y
yo sin preocuparme.
Desde el pasado año 2000, con aquello del cambio del
milenio y el famoso “efecto homónimo” y el consiguiente colapso informático
consecuente, vivimos al filo del precipicio del fin del mundo. Para aportar más
leña al fuego, el comienzo de este nuestro siglo XXI no ha ayudado,
precisamente, a aliviar los ánimos y calmar los espíritus. Pese a lo que muchos
piensen y a las advertencias que nos inculcan determinados pensadores sociales
que insisten en las bonanzas de nuestra contemporaneidad, la sensación
generalizada considera los desastres implícitos en la modernidad post – post
moderna de nuestra primera década del nuevo milenio: guerras brutales, la
globalización de la amenaza de violencias antes sectarias o localizadas geográfica,
social y culturalmente y, por más datos, el colapso de un sistema financiero
que se había hecho con la primacía de los designios económicos mundiales pero
que, sin embargo, resultó un gigante con los pies de barro. Un simple vistazo
al corpus de datos nos indicaría, sin duda alguna, el caballo al que deberíamos
apostar: si esto no es el fin del mundo, ¿qué es esto? Y encima, ahora nos
vienen con los de los mayas…
Pero, ¿por qué esta obsesión, casi enfermiza, que
tiene la especie humana por vaticinar, una tras otra, constantes inmolaciones y
fines del mundo?
El fin del mundo es tan antiguo como su propio
origen. El hombre, y por supuesto la mujer, vive siempre en el precipicio de
esa conclusión. No existe en el mundo ningún sistema de creencias que implique,
en mayor o menor grado, más tarde o más temprano, el fin del mundo. Podría
parece que la idea de lo infinito, como concepto, produce graves desequilibrios
psicológicos en la personalidad y sus únicas consecuencias posibles se
concretan en vértigos irremediables, mareos y jaquecas que harían insoportable
nuestra existencia. Necesitamos, una y otra vez, una meta, un punto y final.
Quizás, porque necesitamos equiparar nuestra propia existencia, de final
escrito y conocido por todos aunque pretendamos no verlo, con la de los demás,
con la de toda la humanidad. Parece que, sabedores de nuestro ineludible final,
entonásemos nuestro particular canto de cisne y decidiésemos que ante nuestro
futuro oscuro y eterno, hayamos decidido que nos llevamos con nosotros a toda
la humanidad con la que hemos compartido penas y glorias.
Lo infinito, la nada, se nos antoja como un concepto
inconcebible que no tiene cabida dentro de nuestro ideario vital. Pero ante
todo, la humanidad es generosa con sus propios congéneres. Si consideramos el
apocalipsis vital e individual que nuestra propia existencia supone, marcada
por una fecha de comienzo conocida y celebrada pero con fecha de caducidad
desconocida pero cierta, tendemos a llevarnos con nosotros a todos los que nos
rodean. ¡No sea que continúen la fiesta sin nosotros!
Luis Pérez Armiño
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