La
ciencia antropológica existe desde que el ser humano campa a sus anchas por
este valle de lágrimas. Desde que el hombre es hombre y, por supuesto, la mujer
es mujer, se ha hecho miles de preguntas acerca de su papel en este mundo y de
la razón última de su existencia. Es por esta razón que se puede afirmar, con
toda certeza, que la antropología, en sentido muy amplio, es la ciencia
primigenia por excelencia. Entendida como la ciencia destinada a desentrañar
todos aquellos aspectos que definen la esencia humana, existe desde los
principios de los tiempos en los que un osado primate decidió pisar tierra
firme y alzarse para contemplar el lejano horizonte. Después de miles de años
de elucubraciones, ensayos – errores, cavilaciones y demás aspavientos, podemos
decir que la antropología, la disciplina que debe ahondar en el significado
último de lo humano, puede ofrecer sus más avanzadas conclusiones. La primera,
la distinción de los diferentes tipos básicos humanos existentes en un orden
cronológico – evolutivo – desfasado. Estos son:
El
primer tipo: el carroñero
Vil
y ruin. Se agazapa entre la maleza, detrás de las rocas y se esconde en las
sombras para actuar con nocturnidad y alevosía. Su espíritu malicioso puede
verse reflejado en sus ojillos maléficos y en una sonrisa irónica que asoma a
la espera del momento adecuado para poder beneficiarse del trabajo de los
demás, de los bravos esfuerzos ajenos y de los frutos que otros han mimado con
insistencia. En el momento en que el cazador se retira, el carroñero es capaz
de conformarse con los restos despreciados por otros más fuertes y valientes.
Ellos reptan entre los matorrales para acercarse a la carroña sin levantar
sospechas y con la histriónica risa de la hiena se lanzan al festín de la carne
putrefacta y hedionda, hundiendo sus húmedos hocicos en los restos ya secos y
negros, pasto de las moscas, de las presas que yacen al sol.
El
segundo tipo: el cazador
Todo
son impulsos varoniles y masculinos. Su figura se recorta contra el cielo azul,
con soberbio porte majestuoso, perfilando su porte heroico, casi divino,
oteando el horizonte a la espera de poder captar, con su prodigiosa mirada
felina, la presa que debe satisfacer sus instintos más primarios. Con la calma
que otorga la nobleza, puede esperar horas y horas hasta que la víctima se
presente en el escenario. En ese momento, se pone en marcha todo un ritual que
despliega todo el poderío del cazador. La cuestión cinegética no consiste sólo
en la captura y muerte de la pieza; es todo un complejo ritual en el que se
ponen en juego multitud de escenografías que confieren a la caza ese aspecto
mágico y divino, extremadamente sexualizado. Es una danza macabra en la que los
dos protagonistas conocen de antemano cuál va a ser el desenlace de la tragedia
que se desarrolla bajo el patrocinio de la naturaleza, cruel y morbosa,
placentera con todo lo que signifique dolor, sangre y muerte. El zarpazo que
derriba a la presa no es más que el fin anunciado, y el mordisco certero y
asesino en la yugular el epílogo del discurso de la supervivencia.
El
tercer tipo: el recolector
Cauteloso,
ahorrador, previsor y obcecado trabajador. Este tipo siempre obedece a una
rutina diaria, invariable de generación en generación. En este caso, el tipo
humano en cuestión necesita de un periodo de aprendizaje, igualmente aburrido y
alienante, para después poder proceder y desarrollar una tarea encomendada en
pos de un supuesto beneficio común. Su condena estriba en los días monótonos
que se suceden uno tras otro desde la cuna hasta la tumba. Los escasos momentos
de esparcimiento se consumen en la atenta observación del lento, lentísimo,
crecimiento del fruto de su trabajo y en la complacencia mezquina basada en el
establecimiento de comparaciones con respecto a los otros tipos humanos
observados más arriba. En muchas ocasiones, este tipo desaparece de la faz de
la tierra sin haber llegado a disfrutar el producto trabajado. Representa el 99
por ciento de la población.
¿Con
qué tipo humano te identificas?
Luis Pérez Armiño
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