Estimados
señores y señoras: tengo a bien presentarles mi particular bosón de Higgs. Creo
conveniente, sin embargo, considerar y aclarar que todos tenemos nuestro
pequeño bosón que nos acompaña a lo largo de toda la vida. Incluso,
algunos podemos tener varios o una multitud. En ocasiones, se hacen
especialmente presentes, pesados y cansinos, ansiosos por reclamar nuestra
atención; pero muchas otras pasan desapercibidos, sin pena ni gloria. Todo
depende del grado de atención que les prestemos. Se parecen a esos monstruos de
cuento o de película que crecen y crecen cuánto más pensemos en ellos hasta
convertirse en seres enormes que no nos dejan ver el sol. Volviendo al hilo
inicial de nuestro estúpido argumento: he aquí uno de mis bosones de Higgs:
quién se comió el primer marisco de la historia.
Prólogo.
Aclaración previa
No
existe ni la más mínima intención, ningún tipo de pretensión, de relatar un
hecho o un acontecimiento científico. En todo caso, las líneas que siguen son
meras apreciación personales sin fundamento alguno. Deseo evitar, con esta
introducción, cualquier comentario malicioso o malintencionado hacia el texto y
hacia mi persona. Empecemos.
Mi
primer bosón de Higgs culinario
No
es asunto baladí esto del primer cangrejo. ¿Quién se atrevió a comer el primer
cangrejo por primera vez en la vida? La pregunta me lleva a una consideración
previa que creo conveniente diferenciar adecuadamente: distingo un hecho
culinario y cultural. La alimentación es un asunto de vital importancia,
primario y animal, frente a una gastronomía cultural basada en el conocimiento
transmitido de generación a generación cuyos fundamentos se encuentran en la
experimentación y el ensayo – error científico dramáticamente ejemplificado en las
muchas muertes por envenenamiento que se han dado en la historia.
Si
atendemos a las clasificaciones zoológicas de moluscos, crustáceos y demás
bichos marinos podremos darnos cuenta de la enorme hambruna que debió azotar a
las poblaciones que se vieron obligadas a capturar estos seres para
alimentarse. Siempre me surge la inquietante duda sobre qué sintió ese ser
primigenio que se vio obligado a comer un centello, un buey de mar o una
langosta por primera vez. Bien es cierto que se trata de animalillos suculentos,
bien apreciados en la cocina y de un sabor exquisito reservado para eventos
matrimoniales o fiestas de especial relevancia como la Navidad. Sin embargo,
si examinamos con minuciosidad forense al ejemplar en cuestión una vez nos lo
sirvan en el plato, podremos darnos cuenta de la aberración de la naturaleza
que tenemos ante nuestros ojos: seres de múltiples patas, fauces malditas y
temerosas que escupen espumarajos, ojillos saltones y un exoesqueleto rosado de
una dureza digna de las tenazas más férreas. Pensemos en la consistencia
indescriptible de la navaja o en la informidad del percebe. Por no hablar de
las sepias y calamares. Esto sin entrar a referirnos en el acto salvaje y
bárbaro de su consumición, en la que los primates hacen gala de su capacidad
instrumental para destripar en ejemplar carnicería al inmundo animal.
Ante
la monstruosidad del cangrejo, de la langosta, de la sepia, con esas formas que
nos son tan ajenas, ¿qué impulsó al primer hombre o mujer a comerse semejante
criatura? Sin duda, existió en todo ese proceso un momento desconocido que
nunca comprenderemos y que me sublima y me embarga. Es mi particular bosón de
Higgs. Ese especial momento de apenas una micra de segundo en el que todo
cambió, en el que el cangrejo pasó de ser un bicho feo, de demasiadas patas y
aspecto insalubre, a ser un manjar culinario. Esa es una de mis partículas de
Dios, ¿qué pasó por la cabeza, qué motivo, cuál fue la razón para comerse un
cangrejo? ¿Quién dio ese primer mordisco?
Luis
Pérez Armiño
Está mal qué yo lo diga, pero Luis, te creces cada semana
ResponderEliminarDerroche de ingenio
ResponderEliminarMuchas gracias, Andrés
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