miércoles, 19 de diciembre de 2012

Los santos inocentes



Las llamadas cuestiones menores solían dirimirse por consenso entre los representantes del pueblo. Solo aquellos que conocían estos encuentros sabían lo tedioso de ellos. Reuniones insulsas que muchas veces carecían de sentido alguno, pero que al ser convocadas debían de concluir en acuerdo y demasiadas veces este acuerdo se mantenía sometido ante el capricho de alguno y la intransigencia del otro. Por ello y cuando la cuestión se demoraba demasiado, cualquier instante que proporcionara un descanso era bien recibido. Así sucedió en una de estas reuniones cuando tomó la palabra un anciano que nadie conocía y que empezó a decir extrañas palabras y a hacer exagerados aspavientos, pero ninguno de los presentes osó hacerle callar. 
-Sabed hermanos que voy a ser breve, no he de ser yo quien robe vuestro tiempo, pero duro y conciso en la postulación. Decidme ¿dónde están los dioses? ¿Alguno de los aquí presentes los habéis visto? ¡No os oigo!, y me gustaría escucharos-.
Atónitos, los presentes se miraban unos a otros preguntándose con gestos de dónde había salido tal majadero. No cabe duda que proporcionaba un pequeño descanso a una dura discusión, como casi siempre, sobre una cuestión insulsa. Nadie se vio con fuerzas suficientes para terminar con tal derroche de energía.
-Pues ya que no escucho palabra alguna que sacie mi curiosidad, seré yo quien sacie vuestra ignorancia ¡Yo os diré dónde están!-. Prosiguió el anciano, clavando la mirada en el auditorio. Una mirada profunda y directa, que solo se percibe en el rostro de aquel que se sabe que ostenta la razón. La mirada del que no deja margen a la duda. -Solo existen los dioses en vuestra imaginación, en vuestro miedo, en vuestra ignorancia. Pues seguro estoy que no son más que un maquiavélico invento de aquellos que os quieren someter. El poder requiere del pueblo para existir, ¡no olvidéis esta máxima!–, dijo las últimas palabras con un marcado énfasis.
-Sin mandados no existen mandatarios. No se puede someter si no existen sometidos y es en este punto en el que entráis todos vosotros, pueblo insulso y rudo, pero clave para sostener el poder. Pues dejad que fluya mi atrevimiento, pues en mis palabras encontrareis la solución, que no ha de ser fácil pero compensa cualquier sufrimiento. Os quito la venda de vuestros ojos y os devuelvo la mirada para que miréis de donde emana el verdadero poder, de un pueblo que lo ignora. Y ellos se aprovechan de tal circunstancia para evitar que lo asimiléis y sigáis siendo esclavos de su farsa-.
Los presentes comenzaban a sentirse incómodos. Las palabras de aquel anciano vulneraban severamente la Ley. A pesar de todo nadie se atrevió a callar a un entregado anciano que volcado en su discurso continuaba aleccionando a los presentes. 
-Nunca os habéis puesto a pensar el miedo que recorrería al tirano si alzaseis al unísono la voz contra él. Es por ello que necesita de sólidos argumentos que os sometan. Recordad que no hay mejor discurso que el del miedo y de él se nutre. Pero el miedo no está solo, pues se os priva de la educación, para que también seáis ignorantes y no descifréis el macabro juego. Ávidos estrategas no descuidaron nada en el plan y así prometieron dioses y vida eterna ¡No os preocupéis!, os dijeron, que aquel que sea manso y acate las normas vivirá eternamente en paz-.
Mientras decía estas últimas palabras pudo observar cómo se abrían paso los soldados. Antes de que llegaran a él para llevárselo preso le dio tiempo a exclamar: -Os han dado una vida miserable en la tierra con  el aliciente de una vida eterna. Se despojaron de su responsabilidad como vuestros ejecutores y para refrendar la injuria a la que os someten concibieron a los dioses. No somos nosotros quienes juzgamos, sino los seres que están por encima del bien y del mal, así pues obedeced, os dijeron, sino os atormentareis en el Tártaro. Preguntaros sobre la razón de que omitan las reglas divinas y se limiten a disfrutar de las riquezas que vosotros mismos les habéis proporcionado ¿No son acaso las doctrinas divinas comunes para todos los humanos? Os acabo de enseñar el camino de la libertad, queda en vosotros tomarlo. Tan importante es lo que os he dicho que pago con mi vida el mensaje-.
Así terminó el discurso, entre empellones de los soldados que invitaban al anciano de esta forma tan poco amable a que les acompañara a los calabozos. Según se alejaban volvía la normalidad a la plaza y los presentes se preparaban para seguir dirimiendo la absurda cuestión que había sido interrumpida por aquel extraño orador.

Días después y en la misma plaza se volvió a ver al anciano en circunstancias bien distintas, pues iba camino al patíbulo. Tanta justicia divina que le fue predicado en un farandulero y amañado juicio, tanta blasfemia de la que era acusado camino al cadalso, mas no hubo verdugo alguno que no fuese el hombre. Pero aquellas palabras quedaron grabadas en la cabeza del que sería en un cercano futuro un gran hombre.


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