viernes, 9 de marzo de 2012

Sueños imperiales


Al final de su reinado, Felipe II (1556 – 1598) ordenaba la elaboración del Libro de Retratos de los Reyes del Alcázar. Editado en 1594, pretendía reflejar la decoración del Salón Real del palacio - fortaleza segoviano con los retratos de más de cincuenta monarcas que habían gobernado sobre los distintos reinos hispanos desde los tiempos de don Pelayo, allá por el siglo VIII. Entre los retratados, Alfonso VII (1105 – 1157), rey de León y “Emperador de toda España”, venerable hombre de pelo y barba encanecidos que sujeta de forma descuidada una espada, parece esquivar con su mirada al espectador.

Puede que no quisiera ver la caída de su magna obra, su poder resquebrajado y perdido en el tiempo, sus antiguos reinos de nuevo divididos entre sus dos hijos: León para Fernando II y Castilla para Sancho III. Era lo que había dispuesto para cuando sucediese su muerte. Acontecimiento que tuvo lugar en 1157, huyendo del enemigo infiel después de haber sometido prácticamente a toda la península Ibérica bajo su poder.

Puede que su mirada recelosa estuviese retrocediendo la vista hasta sus años infantiles, cuando su madre, la famosa doña Urraca, le implicó en los complicados vericuetos de las políticas dinásticas y familiares que entretejían las cuestiones sucesorias en las todavía recientes monarquías cristianas hispánicas. En 1126, con 21 años, era proclamado rey de León en la catedral de la ciudad, e iniciaba su política expansionista, esta vez a costa de los territorios castellanos y de los aragoneses de su padrastro, Alfonso I, rey de Aragón, el Batallador. Sólo tras la muerte de éste, los complicados sistemas de vasallajes permitieron que Alfonso VII pudiese controlar estos territorios, aunque fuese nominalmente.

Su supremacía en toda la península Ibérica le llevó a la coronación como “Imperator totius Hispaniae”, de nuevo en la catedral leonesa, allá por el año 1135. Se retomaba aquella vieja idea imperial de España, la del rey asturiano Alfonso III el Magno (866 – 912), que intentaba entroncar a los reconquistadores astures y leoneses con la antigua monarquía visigoda, legitimando el derecho de reconquista y la primacía de la monarquía leonesa sobre el resto de las peninsulares. Sólo entonces Alfonso VII fijó su mirada en el sur, hacia el territorio que controlaba el ya débil Imperio de los almorávides. Fue esta debilidad la que permitió a Alfonso ampliar notablemente las fronteras de sus posesiones. Aunque muchas de estas conquistas no fueran más que ocupaciones temporales.

También es posible, que alejando su mirada, Alfonso quisiera olvidar sus últimos años de reinado. Cuando huye de forma apresurada de Almería, una de sus conquistas más efímeras frente al infiel musulmán. Ni siquiera el “Imperator totius Hispaniae” podía hacer frente al salvaje fanatismo almohade. No puede más que resultar irónico que un hombre como Alfonso VII, que había regido los destinos del vasto Imperio hispánico, muriese durante la retirada de Almería en 1157. De hecho, no puede ser más que desoladora la imagen del emperador trasladado hasta Toledo, por no poder llegar a León, donde sus restos descansarán para siempre, sujetos al continuo vaivén de las interminables obras de la Catedral toledana.   


Adefonsi Imperatoris. La coronación

Cuentan las crónicas que en el siglo XII, la supremacía del reino leonés alcanzaba su punto álgido. Habían logrado la hegemonía en la Península Ibérica y tan solo quedaba refrendar este logro. Para ello se hacía necesario ceñirse la corona imperial, es decir, recibir el vasallaje del resto de monarcas peninsulares.

Alfonso VI ya se intitulaba como emperador de Toledo, dejando claro con ello su preeminencia en la Península. También utilizó el título de Imperator Totius Hispaniae, emperador de toda España, en un acto de fuerza sobre el resto de monarcas. Sin embargo, y a pesar de la hegemonía leonesa, no llegó a ser coronado.

El sueño imperial se alcanzaría con la figura del nieto de Alfonso VI, Alfonso VII. La preponderancia del reino de León y Castilla era indiscutible y había llegado la hora de ser reconocida esa posición. Alfonso VII había conseguido el vasallaje del resto monarcas peninsulares, lo que le permitía, por derecho, ceñirse el cetro imperial.

En el día de Pentecostés de 1135, como recoge la crónica de Alfonso VII, se celebró un concilio para tal fin. En la iglesia de Santa Marina, se reúnen arzobispos, obispos y abades, nobles y plebeyos y, en definitiva, todo el pueblo, para rendir pleitesía al emperador. Alfonso VII vestía una impresionante capa adornada con la mejor artesanía, una corona de oro y piedras preciosas y el cetro. Acompañado por el rey García, a su derecha, y por el obispo de León, Arriano, a su izquierda, y seguido de toda la comitiva de obispos y abades, fue conducido ante el altar. Tras ser bendecido, se ofició la misa. El ya emperador, Alfonso VII, mandó celebrar un gran convite y ordenó dar donativos a obispos y abades y repartir vestidos y alimentos entre los más desfavorecidos.

Alfonso VII había obtenido el vasallaje del resto de reyes y nobles, alcanzado su sueño de coronarse emperador. Entre los notables que rindieron pleitesía al monarca leonés se encontraban García Ramírez de Navarra, Ramón Berenguer IV de Barcelona, señor consorte de Aragón, sus primos Alfonso Jordán de Tolosa y Alfonso Henriques de Portugal, el rey de los musulmanes Zafadola,  Armegol de Urgel y varios condes y duques del mediodía francés.

El título imperial hay que entenderlo como algo efímero, que no pudo ser mantenido por mucho tiempo. Poco después de la coronación, Alfonso Henriques de Portugal ofrece al Papa el juramento vasallático que antes había ofrecido a Alfonso VII.  Con la muerte del emperador, en el año 1157, una nueva división de León y Castilla, entre sus dos primogénitos, termina con la idea imperial. Habrá que esperar hasta el año de 1230 para que ambas coronas se vuelvan a unificarse, pero será Castilla, a partir de este momento, quien lleve la iniciativa.

Luis Pérez Armiño y Andrés Calzada

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