jueves, 1 de marzo de 2012

Sabia soledad


Allí se encontraba, a la orilla del lago, como siempre, desde hacía ya cinco años. Había ido a buscar la sabiduría, y lo que encontró fue la paz. Así, día tras día, la monotonía le permitía contemplar los enrevesados entresijos que mueven al ser humano, algo que nunca se había planteado cuando convivía con otros hombres.

Observaba, con gran sorpresa, como esa energía agresiva, que trajo de su otro mundo, había desaparecido, reinando en él una placentera calma. Aquellos años insanos, años buscadores de oro, años de desprecio a los semejantes, habían terminado. Empezaba a vivir de nuevo, cerrando un ciclo y con una perspectiva enteramente distinta a aquella que le había hecho entender una realidad engañosa del mundo. Era un hombre nuevo, ahora amaba la vida.

Alejado del hombre, encontraba en la Madre Naturaleza justicia y en al lago espiritualidad. Necesitó quedarse ciego para poder volver a ver. Aquellos primeros días de miedo y frio, de incertidumbre y supervivencia, quedaban convertidos en una simple anécdota. Se había adaptado al medio y ahora recordaba, con cierta pereza, los tiempos de penumbra.

Se había percatado de que actuaba por cuenta propia, no como antes, que creía pensar, pero eran otros los que pensaban por él. Se sentía liberado de esa venda, de esa esclavitud impuesta por los dogmas sociales, convirtiendo al ser humano en una herramienta de sus más bajos deseos, los materiales.

Solo encontró una particularidad que no había cambiado en absoluto. Él hablaba y nadie le escuchaba, pero se consolaba pensando que aquí no existe el engaño ni la sensación de hablar y no ser escuchado. Nunca había estado más solo que cuando se creía acompañado.

Mirando al lago, aquel que había sido su amigo durante estos años, se sintió saciado. Tenía lo que quería y si no tenía más era porque no lo necesitaba. Había entendido que poseer más de lo indispensable no satisface, empacha, y provoca los malos sentimientos de aquel que no tiene ni para su subsistencia.

Estaba en paz consigo mismo y eso le permitía afrontar sus recuerdos malditos. Había logrado perdonarse y eso asesina el remordimiento. Sabía de sobra, porque lo había sufrido en sus propias carnes, y lo había aplicado a los demás, que el hombre es un ser necio, avariento, envidioso y macabro si piensa y actúa en sociedad. Cuando no hay que dar más justificación que a la propia alma, surge una bondad innata, otorgada por ese condescendiente sentimiento de tenerse a uno, de amarse y de vivir en avenencia consigo mismo. Solo cuando se consigue esto se está preparado para vivir con los demás. Esa reflexión le reconfortaba.

Sentado, mirando a su amigo, un pensamiento se deslizó por su mente. La sabiduría no consiste en saber mucho, sino en conocer lo necesario, pero conocerlo bien. Se pueden aprender mil mentiras y eso no le hace sabio a nadie. La avaricia, incluso de sabiduría, lleva a la falsa realidad. Hay que dominar bien aquello que te ha de servir en la vida, para hallar el verdadero conocimiento. El resto queda a los acaparadores de oro.

A pesar de estar preparado para vivir de nuevo con otros seres humanos, nuestro amigo nunca regresó a la sociedad. Su sabiduría le había convertido en un hombre muy vago.

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