El descubrimiento de la
prehistoria no es casual. En el siglo XIX Europa está imbuida de un optimista
positivismo que pensaba en la ciencia como la nueva religión que debía
dignificar la existencia humana poniendo al hombre como fin último y centro
mismo que justifica cualquier forma de razón. La prehistoria se convirtió en
punta de lanza de estas nuevas tendencias, arremetiendo sin piedad contra las
teorías creacionistas que habían imperado, a fuerza de Biblia, cruz y hoguera,
durante los últimos siglos. Si no fue el principal argumento de la nueva
“razón”, la prehistoria sí fue una de las principales “nuevas ciencias”
destinada a llevar al hombre a los altares del cientificismo positivista.
La prehistoria es sin duda uno
de los periodos más problemáticos en este nuevo campo de combate entre fe y
razón. La ausencia de pruebas nos lleva en muchos de los casos a trabajar con
hipótesis, amparadas por la lógica, para esclarecer los misterios de la
evolución humana. Cualquier pista, por pequeña que parezca, nos aporta una
serie de datos que permiten esclarecer el desarrollo de la raza humana. El
desarrollo de un racionalismo científico, surgido al amparo de un turbulento
siglo XVII, supone que lo que antes se explicaba en base a leyendas, mitos y
cuentos de ancianas, ahora sea necesario explicar en base a la omnipotente
razón como principal método científico. Ya no existen “piedras del rayo”, sino
que nos encontramos ante artefactos que son objeto de una nueva ciencia. Son
piezas que a través de su detallado estudio han de inscribirse en el largo
proceso conocido hoy como “evolución humana”.
Algo lógico por otro lado,
puesto que cuanto más nos adentramos en la inmensidad del tiempo, más difícil
se nos hace encontrar evidencias de lo que allí pudo haber ocurrido. Establecer
los contextos históricos es un proceso muy complicado, que requiere de un
esfuerzo, en muchos casos titánico, para poder hacernos una idea de como
transcurría el día a día de nuestros antepasados. Para ello, la historia ha
contado con un gran aliado, la ciencia, cuyos instrumentos ha permitido
encuadrar cronológicamente los hallazgos que se han ido encontrando. La
prehistoria, vista desde la nueva óptica del siglo XXI, en que la ciencia ya no
es ese concepto rígido que casi llegó a convertirse en dogmático, debía
responder a desafíos cruciales.
La prehistoria hay que
entenderla como un proceso lento, pero de continua evolución. El hombre va
perfeccionando los artefactos y herramientas, tanto los puramente materiales
como las culturales, las sociales y un largo etcétera que configura la esencia
humana, haciéndolos, cada vez, más prácticos y, por qué no, mortíferos.
Esto proceso se dio en todas
las zonas geográficas, pero con distinta temporalidad. Este complejo don de la
ubicuidad de la prehistoria añade aún más si cabe un punto más de fascinación a
esta disciplina. No podemos dejar de sorprendernos que todavía en nuestro mundo
supertecnificado en el que parece que el presente se ha visto reducido a una
milésima de segundo, existan todavía pueblos que viven en la prehistoria. Eso sí, siempre relativizando esta afirmación. No
podemos establecer un paralelismo cristalino entre los actuales pueblos
“aislados”, “primitivos actuales” o cómo se quiera denominar, con nuestros
antepasados. Aunque, eso sí, nos puedan ayudar a establecer elementos base de
comparación y sea una fácil tentación ejercer de hábil y concienzudo "etnoarqueólogo".
Son muchos los aspectos claves en la evolución humana que
están ligados entre sí. Desde el bipedismo, ya sea como proceso adaptativo ante
determinados cambios climáticos en las zonas de asentamiento de los primeros
homínidos, o como táctica de protección básica, quizá también ante esos mismos
cambios; al desarrollo tan peculiar de nuestras extremidades superiores, en
definitiva, de la mano, que posibilita la manipulación de materias primas; y,
como no, el desarrollo craneal, o dicho de otra manera, la inteligencia humana
que permite la articulación de todos estos elementos que definen a nuestra
especie, no como la primera del reino animal, pero sí como una especie de
especial complejidad.
La combinación de todos estos
factores posibilita que tras un largo proceso, de millones de años, se genere y
desarrolle ese complejo tan peculiar, de tantísima dificultad en su definición,
como es la cultura. Son estas dificultades las que hacen de esta ciencia una de
las más atractivas y más completas que nació al amparo del positivismo
decimonónico. En definitiva, no es más que la disciplina que nos acerca al
aspecto más animal, perdón, mejor dicho, más natural, de nuestra propia especie,
y la modela mediante la cultura hasta convertirnos en nosotros. Un proceso que
por mucho que pretendamos acotar sigue en la actualidad tan vivo como hace
millones de años cuando comenzó en las lejanas tierras africanas y cuyo final
no está escrito.
Luis Pérez Armiño
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